Emilio Ichikawa. Viernes, 29 de junio de 2001.
El Nuevo Herald
Hace más de quince años, mientras remábamos frente a la
poceta de El Cachón, en el delta del río de Baracoa, no podía
sospechar que ese universo marinero formado por remos, costas, sales y algas
llegaría a convertirse en el código de expresión de una de
las mentes más privilegiadas de mi generación.
Con raíces en San Antonio de los Baños y fronda en la barriada
habanera del Vedado, la textura intelectual de Iván de la Nuez proviene,
sin embargo, de la dualidad constitutiva de aquel pueblo pesquero del norte de
Bauta ("su pueblo y el mío'').
Campo y puerto, refugio e intemperie: como las dos tendencias que el joven
pensador ha prescrito a la globalización: levedad de la ciudadanía
y reafirmación de las patrias chicas. Sus gestos espirituales son igual
de escindidos: historiador y observador político apegado a los hechos;
metafísico desbordado de imaginación. En la vida, pues, otro
tanto: un pragmático irreverente; un meticuloso contestatario.
Como afirmara Alberto Lamar Schweyer, el estado "apatriótico''
no emerge del desamor al terruño, sino de una definitiva especificación
de la entrega. Cuando en su libro El mapa de sal (Mondadori, 2001), el último
de su creciente bibliografía, Iván de la Nuez nos habla de la
a-patria, es porque Cuba se le ha hecho cuerpo en las ramblas catalanas, los
corredores aéreos, las fintas de Rivaldo, los strikes del Duque Hernández
y la buena memoria de La Habana hecha escritura.
De todos los condiscípulos que salieron al exilio entre 1989-1991,
fue Iván de la Nuez el primero que avisó a los que nos rezagamos
en la isla que éste implicaba también un problema; y que, por
tanto, merecía una crítica. Nos inventamos un problemático
nuevo mundo para solucionar los problemas que teníamos con el mundo
viejo: ahora, en lugar de un lío, tenemos dos.
El mapa de sal es un libro que resume la totalidad de los tópicos que
venían obsesionando al autor desde hace más de una década.
En general, mantiene sus tesis y su estilo, así como la fidelidad a un
ciclo referencial que madura. Es por demás un documento sincero,
confesional, que acentúa el compromiso en la primera persona del
singular, y empieza a superar, con una prosa amable y sobria, uno de los
defectos más señalados a los ensayistas de mi generación:
la densa y hasta petulante carga de citas en nuestros textos; a veces a razón
de una idea propia por cada doce ajenas.
Para Iván de la Nuez el exilio contemporáneo no es un
accidente político; es una condición civilizatoria con dos
direcciones: la consabida expansión del primer mundo y la "inundación''
del mismo a través de un proceso que ha llamado alguna vez "reconquista
de baja intensidad''.
¿Qué ocurrirá en nuestras conciencias si, una vez
desaparecido Fidel Castro, no regresamos a la isla? ¿Cuántos, dígase
con franqueza, sacarán sus dineros de un American Bank para depositarlo
en el recién estrenado Banco de Cuba libre y democrática? Los
estudios muestran una evidencia: la mayoría de los cubanos en el exilio
no regresará. Miami es por demás una ciudad lo suficientemente
cercana a Cuba para considerarse integrada a su porvenir desde el contexto político
y jurídico de Norteamérica.
El libro de Iván de la Nuez, sin quererlo, nos pone en el camino de
estas sinceridades. Ocultar el problema puede llevar, por otra parte, a una
desgarradora crisis de identidad y falta de crédito ante las demás
comunidades de emigrantes y exiliados que, durante años, han escuchado la
resuelta afirmación de que al otro día después de Castro
los cubanos dejarán vacía la ciudad de Miami.
Quizás la política haya sido la vía a través de
la que la nación cubana ha flotado como balsa en la inundación
postmoderna. Es posible que, como sugiere De la Nuez, esta diáspora
constituya el remedio que salve a la isla de sus dos signos históricos
recurrentes: el embarque y la salación.
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