Daniel Morcate. Publicado el jueves, 28 de junio de 2001 en
El Nuevo Herald
La muerte de un tirano es uno de los acontecimientos más felices y
promisorios en la vida de un pueblo. Pero no todos los días podemos
asistir al ensayo de una muerte así. El célebre "descenso''
de Fidel Castro en El Cotorro fue, sobre todo, un oportuno ensayo de una muerte
que, a no dudarlo, cambiará el rumbo de la infausta historia de Cuba.
Ahora todos sabemos lo que haremos cuando de veras estalle la buena nueva. El
Gran Miami enloquecerá de alegría. Cuba se sumirá en la
confusión y el pánico. Washington "observará'' con
cautela la situación. Y yo continuaré zampándome una minuta
de pescado en Disco Fish o algo por el estilo hasta que me suene el inevitable
beeper.
Nada tiene de particular que en Miami, donde se concentra la mayoría
de los exiliados de Castro, se celebre hasta el frenesí su descenso
definitivo e inapelable. El Versailles y el Palacio de las Frutas serán
hervideros de celebrantes. Para esa eventualidad los gobiernos municipales,
estatal y federal sensatamente han trazado planes de contingencia. Más
difícil será prever las complejas reacciones que se darán
en Cuba. Sin embargo, el ensayo de El Cotorro ofrece algunos vislumbres.
Unicamente los secuaces más cercanos al tirano conocen su verdadera
dimensión humana, su vulnerabilidad, sus achaques. Y por eso pueden
reaccionar sin asombro a su muerte
En primer lugar, la mayoría de los cubanos en la isla reaccionará
con perplejidad a la muerte del caudillo. Los tiranos de larga duración,
como Stalin, Trujillo, Mao, Franco y Castro determinan las vidas de sus vasallos
hasta tal punto, que los infelices no son capaces de imaginárselas sin su
presencia avasalladora. Muchos experimentan la momentánea sensación
masoquista de que, con la desaparición del tirano, también
desaparece todo lo que le había dado sentido a su existencia. Durante su
régimen, Stalin mandó a la muerte a más personas que las
que han perecido en todas las guerras de Rusia juntas. Y, sin embargo, miles de
rusos más se inmolaron tratando de echarle un último vistazo a su
cadáver. Lo mismo ocurrió con Mao, el más siniestro
controlador de población de la historia moderna. A Trujillo y a Franco
también les sobraron plañideras en sus horas finales. Por eso, no
todas las lágrimas que vertieron los asistentes al acto en el que se
desvaneció Castro eran de cocodrilo o de oportunismo político.
El viejo dictador ocupa y manipula las vidas de los cubanos a tal grado que,
a aquéllos que logran escapar de la isla, les lleva tiempo acostumbrarse
a su nueva independencia, a las responsabilidades de hombres y mujeres libres e
incluso a algo tan simple como pronunciar su nombre, y en particular su
apellido, sin miedo a suspicacias, denuncias, represalias. El propio tirano
fomenta en los cubanos esa sensación de omnipresencia paternalista y
amenazante al mantener como secretos de estado su vida privada, su salud y todo
lo que pueda delatar su vulnerabilidad humana. Y esto lo hace bajo una presunción
común a todas las tiranías: con los hombres se razona y se
discute, a los dioses sólo se les teme y venera.
Unicamente los secuaces más cercanos al tirano conocen su verdadera
dimensión humana, su vulnerabilidad, sus achaques. Y por eso pueden
reaccionar sin asombro a su muerte. En algunos casos, como en el de Stalin,
incluso le dejan morir para librarse de su influjo diabólico y prevenir
que su paranoia cause nuevas catástrofes. Documentos del Kremlin recién
desclasificados sugieren que Beria, Malenkov y Kruschev dejaron morir a Stalin
lentamente, en un charco de su propia orina, luego que sufriera un derrame
cerebral en su dacha de Moscú. Con astucia impidieron que recibiera
asistencia médica. De esa forma evitaron que pusiera en práctica
un plan apocalíptico de exterminar judíos en Rusia para provocar
una tercera guerra mundial con Occidente. Al morir, Stalin tenía
exactamente la edad de Castro.
Al menor asomo de enfermedad potencialmente mortal, los secuaces del tirano
empiezan a conspirar, no contra el que va camino de la muerte, sino contra
quienes amenacen sus posiciones de poder y privilegios. El arresto de la banda
de los cuatro en China, a la que pertenecía Jiang Qing, la esposa de Mao,
se fraguó cuando el gran timonel aún yacía moribundo en su
lecho. Los cuatro conspiraban simultáneamente para heredar el mando de
Mao, pero perdieron la partida. El desmayo de Castro probablemente desató
ya las primeras confabulaciones palaciegas. Raúl Castro, por ejemplo, ha
de estar moviendo sus peones, incluyendo a sus familiares, para asegurar la
continuidad, como también intentaron hacer infructuosamente Mao Yanxing,
el sobrino bobo de Mao, y Vassily Stalin, el hijo borrachín de Stalin.
Ambos fueron rápidamente arrestados y purgados. Otros alabarderos de
Castro, de ésos que robaron cámara durante su desvanecimiento,
probablemente conspiran también para frustrar los designios de Raúl
Castro, por temor a que éste los truene.
Unos y otros conspiradores buscarán formas de continuidad porque no
quieren perder sus prebendas ni saben competir por ellas en democracia. Se
sienten, además, corresponsables de los actuales fracasos y desmanes.
Pero si la espiral de los cambios llegara a amenazarles, buscarán una
transición mediatizada, probablemente aupando a figuras a las que
engordan sutilmente para la ocasión: un Eloy Gutiérrez Menoyo de
aquí, un Elizardo Sánchez Santacruz de allá. Será la
hora de la perestroika a la cubana.
Cualquiera sabe lo que puede pasar entonces en Cuba o en Miami. Sólo
una cosa es casi segura. Para esa ocasión, mi beeper habrá dejado
de sonar. Y yo habré regresado tan campante a mi minuta de pescado.
© Echerri 2001 / El Nuevo Herald
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