A paso de
bastón: las sombrillas y el ambiente
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, julio - Cuba en el verano quiere decir muchedumbres junto al mar.
Ninguna de las marchas organizadas por el gobierno de Fidel Castro se atreve a
equipararse al peregrinar de miles de habaneros -para sólo citar una
localidad- que principalmente los fines de semana se dirigen a las costas para
encontrarse con el agua salada, tomar baños de sol y dejar atrás
las malditas circunstancias de la cotidianidad isleña. Familias enteras,
parejas que se hacen el amor entre las olas ligeras de un mar que participa del
ritual, son la imagen obligada del verano de Cuba. Diríase que la piel
bronceada, por estos meses veraniegos, deviene atributo de ciudadanía.
Sólo para citar una localidad, el amor de los habaneros por el mar ha
superado cuanto obstáculo se ha interpuesto en este decenio de tantos
dolores signado por el llamado período especial. De lo profundo del corazón
capitalino surgieron las respuestas a las carencias de los noventa. Desde el
padre que cargó con los hijos a bordo de una bicicleta, hasta los
misterios asociados al alquiler de autobuses estatales que se contratan a nivel
de barrio. Cuba inicia el nuevo milenio, así, enviando un mensaje de
esperanza a lo largo de sus playas. Mensaje de sueños, mensaje de
tolerancias, porque en las playas un estar en coexistencia avisa que habrá
patria para todos.
La eterna Habana de las sábanas que le cuelgan de los balcones tiene
dos estilos de acudir a las playas, signados por la geografía. Sus costas
occidentales son de roca, las orientales de arena. Las primeras viven escenarios
parciales de contaminación, cuando las corrientes de ríos
pestilentes como el Almendares o el Quibú invaden las zonas de baños.
Las segundas, que se extienden desde Bacuranao hasta Guanabo, se caracterizan
por aguas más limpias. Pero éstas tienen sus vicisitudes ecológicas.
Su entorno ha cambiado. Treinta años atrás nadie sabe quién
alteró su balance arbóreo, para dar a los visitantes una dosis de
sombra en medio de tanto sol. De este modo, una siembra masiva de coníferas
propició la creación de un bosque de raíces verticales que
con el paso del tiempo estuvo a punto de dar al mar la impunidad de robarse las
arenas. Cosas de Cuba. Hasta que otra misteriosa decisión determinó
acabar con el bosque, así de simple.
Tal es el origen de la visión presente en las playas del este de La
Habana, signada por la imagen multicolor de miles de sombrillas clavadas en la
arena, más o menos aderezada por el estar de tiendas de campaña, o
de simples espacios de sombra, creados con una tela, cuatro palos y algunas
piedras. La gente va, viene, a lo largo y ancho de una especie de ciudadela
contra el sol, donde parece repetirse el estilo de una necesidad habitacional no
satisfecha.
Miles de sombrillas aposentadas sobre la arena informan de un dato. Su
precio en las tiendas dolarizadas es de diez dólares, por lo que vale
preguntarse cuántos pueden pagar más de la mitad de su ingreso
mensual por trabajador, reportado por el ministerio de Economía al cierre
del 2000, para adquirir así el espacio de sombra que proteja del
ardiente, muy ardiente sol de las playas habaneras. Pregunta en pie, pero
realidad presente: miles de sombrillas sobre la arena avisan de un poder
adquisitivo cuyo impacto político y social no parece estudiado en
profundidad, si se quiere arribar a una visión objetiva de la Cuba de
inicios de este milenio.
De los extintos bosques de coníferas al mar de sombrillas que hoy
caracteriza a las playas del este de La Habana va un largo trecho de vicisitudes
ambientales, y el inicio de una historia de nuevas contaminaciones. Según
parece, el dólar emergente se contagió con los habaneros:
desbordado está entre las arenas, ahora víctimas de un maremágnum
de latas de cerveza y de refresco, bolsas de nylon y todo tipo de desperdicios,
los que informan de una población sin cultura ecológica, sin hábito
de cuidar sus playas y a la que ni siquiera se le ocurre reservar un medio para
deshacerse de sus desechos de una manera civilizada. Parece increíble,
pero es así: decenas de policías vigilan y mantienen el orden,
pero ninguno multa por ensuciar las arenas. Ese es el hecho.
¿Qué hará el gobierno ante esas evidencias? No se sabe.
Por lo pronto, las sombrillas informan.
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