A paso de
bastón: algo sobre tatuajes
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, julio - Una de las manifestaciones marginales de la globalización
en una Cuba ya no tanto del picadillo de soya, es el transplante a las usanzas
isleñas de modas que en tiempos anteriores fueron vistas hasta como signo
de mala vida. Tal es el caso de los tatuajes.
Importados por miles de turistas, transplantados a los hombros y tobillos de
jineteras más o menos pudientes, los tatuajes parece que han llegado a
Cuba para quedarse. Venidos de Europa, principalmente, donde hubo hasta reyes de
sangre azulísima muy aficionados a decorarse la piel, la cultura, o la
contracultura del tatuaje, campea por sus respetos en las calles habaneras.
Hombres, mujeres, niños incluso, exhiben en sus pieles las marcas de un
arte que no ha dejado de ser polémico. Unos se caracterizan por la
discreción y el buen gusto, como el de mi amiga que lleva un pequeño
unicornio a la altura del tobillo. Otros, exhiben hasta el águila de las
barras y las estrellas en sitios bien visibles del cuerpo.
Lo nuevo de los tatuajes, en Cuba, es una evidente intención de
reflejar formas bellas. Aquellas viejas artesanías presidiarias que
caracterizaron a los anteriores a los 90, hoy se ven como reminiscencias, como
algo parecido a la prehistoria. Por lo menos una galería independiente
-Aglutinador- inauguró en su día una exposición de tatuajes
ciento por ciento cubanos. Bellos, multicolores, sensuales, un poco haciendo
coro al espectáculo mayor de aquella jornada: sobre uno de sus senos, una
joven se dejaba tatuar a máquina la imagen de una mariposa.
El precio de un tatuaje, según su complejidad, se inicia en unos diez
dólares y puede llegar hasta cien. Algunos pintores graduados de escuelas
de arte se han especializado en tales formas, y han aportado a la moda de
decorarse la piel la severa disciplina de la capacidad pictórica cubana.
Las huellas pedagógicas de Antonia Eiriz, para sólo citar un
ejemplo, andan hoy por esta ciudad de fachadas cinéticas, ya no en las
muestras de óleos y grabados, sino marcadas a flor de fuego en las
epidermis de algunas hembras de porte más que sensual. Uno se pregunta cómo
ha sido posible que el escándalo técnico de obra como La Anunciación
-y lo fue, treinta años antes del llamado período especial- haya
terminado por iluminar las tinieblas, desde una mariposa multicolor que intenta
levantar vuelo desde los senos de una mujer.
No todos los deseosos de un tatuaje tienen dinero para pagar, ni todos
quieren grabarse la piel. Pero el deseo se satisface con el sucedáneo de
los tatuajes adhesivos, que se pegan sobre la piel como las calcomanías.
Por supuesto, mucho más baratos, y muy de uso entre los niños.
Nadie sabe de dónde salen, pero a cada rato un breve toque a mi puerta
avisa de la llegada de un equivocado que viene a comprar tatuajes adhesivos a
una vecina cercana, muy cercana, a un precio que oscila entre tres y veinte
pesos cubanos.
La moda de los tatuajes sugiere muchas preguntas. ¿Por qué
ocurre ahora, se trata de que semejante costumbre llegó tarde? ¿O
será que la gente busca formas de individualizarse, en país donde
la situación política obliga a ciertas conductas
despersonalizantes? Las respuestas de los tatuados ni siquiera se acercan a esos
signos de rebelión: "Me gusta", "me agrada reservar a los
hombres la sorpresa que tengo en las nalgas", "lo veo sexy", "quise
tener un rasgo físico decidido por mí".
Sin embargo, por lo menos en esas respuestas es posible observar un acusado
deseo de individualización, en sociedad que se ha distinguido por
preterir lo individual en favor de lo colectivo. Al menos, una pista. Buena para
escribir algo sobre tatuajes.
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