¿Qué
me trajiste, Baltazar?
Miguel A. Ponce de León, Grupo Decoro
LA HABANA, enero - Después de afeitarme, tiritando, me vestí
con ropas abrigadas y huí, como hago siempre, de la trampa que es
Mercaderes #2. Eran las 11 de una mañana soleada y muy fría.
Excesivamente fría para mis huesos.
Compré cigarros y bajé por Mercaderes con paso lento.
Observando comercios y gentes. Casi no podía caminar entre los turistas
que, en sentido contrario, venían hacia el Hotel Ambos Mundos. Me
sorprendió escuchar el idioma japonés y sobre todo el chino entre
ellos.
Pisando con placer los nuevos y falsos adoquines me acerqué al lugar
donde, no sólo por hábito, tomo mi primer café: El Café
Habana. El único en la Habana Vieja donde lo hacen express y de primerísima
calidad, si lo pagas doble, en pesos cubanos. El café no me quita el frío
interior. Prendí mi primer cigarro y cruzando el pequeño parque
Guayasamín me acerqué a la casa de cambio para obtener moneda de
bolsillo a cambio de unos pocos dólares.
Mi ritual mañanero es rígido. Necesito leer la horrible prensa
cubana después del café y así lo hice aprovechando los
rayos del sol, en la plaza de San Francisco, desde unos escalones de mármol
que me permiten, además, ver la basílica, la Lonja del Comercio,
el edificio de la Aduana y sobre todo un bellísimo cielo azul donde pequeñas
nubes avanzaban lentísimamente dibujando y desdibujando animales y seres
de fantasía.
La tos, no me deja, ¿qué tiempo hace que la sufro? No, no pienso
dejar de fumar. Si lo hago, ¿qué me queda? El aire, desde mi atalaya
soplaba fuertemente. Muy frío. Me levanté y no esperé a
tantos seres con los cuales uno intercambia algunas frases, algunas ideas, sobre
todo cuando la soledad lo atenaza. Son relaciones superficiales, pero no dejan
de ser cálidas. En Cuba esas relaciones pueden ser peligrosas.
El aire gélido batía en mi contra cuando por la calle de los
Oficios me acercaba al Restauran Arabe, allí donde comienza, o termina,
el callejón de Jústiz. Un pintor joven conocido me dio la gran
noticia. En una tienda que hay a la entrada del restaurante estaban vendiendo té
a precio bajo. ¿El té? De buena, o bastante buena calidad envasado
en Canadá. Estaba casi alegre, como un niño ante su regalo de
reyes. ¡Tenía té!
El siguiente paso sería ir al caserón del tango, a mitad del
callejón de Jústiz, frente a un teatro en el que no se actúa.
Mi ritual continuaba. Desayunaría un pan con tortilla, otro con chorizo y
un refresco sintético. ¿Después? Sería la biblioteca
Martínez Villena en la Plaza de Armas. Pero eso sería después.
Tuve suerte. El pan no era viejo y el chorizo estaba bien condimentado con
pimentón. Mientras, a mi lado conversaban dos hombres jóvenes
tomando sendas copas de un ron que huele a keroseno. No pude evitar escucharles.
La noche pasada habían "hecho" noventa dólares con unos "yumas".
Todo conseguido con tabaco falso, gratificaciones en paladares ilegales y
consiguiéndoles unas jineteras. Uno de ellos dijo que ahora podía
irse por dos o tres días para su provincia: Guantánamo. Ya sentía
yo un acento diferente. Un no pronunciar las eses o cambios de erres por eles. ¡Felicidades
pues, amigos!
Cuando el pan con chorizo llegó ya los guantanameros se habían
esfumado de mi lado. Le presté atención entonces a los empleados
que me servían. Ayer, decía uno de ellos, vinieron por la noche
cerca de noventa yanquis. La fiesta terminó cerca de las cuatro y media
de la mañana. El comensal que lo escuchaba le dijo: por lo menos a dos dólares
el mojito, ¿no? Esos sí dejan ganancias. La propina fue espléndida.
Los demás extranjeros son unos tacaños. Bueno, digo yo, Bush
levanta el embargo, éstos son trabajadores y podrán comer
decentemente gracias a las propinas de esos yanquis que fiestaron hasta tan
tarde en la madrugada. En este sistema, que tiene mucho parecido con el de los
antiguos faraones egipcios, ya se sabe que las pocas familias que tienen todo el
poder no tienen problemas económicos. Qué manera más suave
de acercar ambos pueblos que en realidad no se odian, al contrario, el pueblo
cubano no se sabe por qué alquimia admira al pueblo norteamericano a
pesar de todas las mesas redondas.
El siguiente paso en mi rutina mañanera fue ir a la biblioteca Martínez
Villena y sacar Hard Candy de Tennessee William. ¡Qué placer leer
sus cuentos! Huir de la realidad asfixiante del mismo discurso político
durante cuarenta años. ¡Ahora seremos el pueblo más culto del
mundo! ¡Por Dios!, ¿hasta cuándo?
El frío no cesó, al contrario, aumentó. Llegué a
casa bastante feliz. Baltazar me había regalado un buen libro y un té
de cierta calidad. ¿Que estaba solo? La soledad se diluye ante una buena
lectura. El Joy Rio Tennessee William, también la Habana lo tuvo. El
viejo Kroger igualmente. Pero, ¿podré aislarme en mi casa? O será
un eufemismo mío esta pregunta. ¿No estaré ya totalmente
aislado?, pero aislado por los seres que desde sus oficinas tiran de los hilos
de los cuales penden.
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