CUBANET .INDEPENDIENTE

15 de enero, 2001


¿Qué me trajiste, Baltazar?

Miguel A. Ponce de León, Grupo Decoro

LA HABANA, enero - Después de afeitarme, tiritando, me vestí con ropas abrigadas y huí, como hago siempre, de la trampa que es Mercaderes #2. Eran las 11 de una mañana soleada y muy fría. Excesivamente fría para mis huesos.

Compré cigarros y bajé por Mercaderes con paso lento. Observando comercios y gentes. Casi no podía caminar entre los turistas que, en sentido contrario, venían hacia el Hotel Ambos Mundos. Me sorprendió escuchar el idioma japonés y sobre todo el chino entre ellos.

Pisando con placer los nuevos y falsos adoquines me acerqué al lugar donde, no sólo por hábito, tomo mi primer café: El Café Habana. El único en la Habana Vieja donde lo hacen express y de primerísima calidad, si lo pagas doble, en pesos cubanos. El café no me quita el frío interior. Prendí mi primer cigarro y cruzando el pequeño parque Guayasamín me acerqué a la casa de cambio para obtener moneda de bolsillo a cambio de unos pocos dólares.

Mi ritual mañanero es rígido. Necesito leer la horrible prensa cubana después del café y así lo hice aprovechando los rayos del sol, en la plaza de San Francisco, desde unos escalones de mármol que me permiten, además, ver la basílica, la Lonja del Comercio, el edificio de la Aduana y sobre todo un bellísimo cielo azul donde pequeñas nubes avanzaban lentísimamente dibujando y desdibujando animales y seres de fantasía.

La tos, no me deja, ¿qué tiempo hace que la sufro? No, no pienso dejar de fumar. Si lo hago, ¿qué me queda? El aire, desde mi atalaya soplaba fuertemente. Muy frío. Me levanté y no esperé a tantos seres con los cuales uno intercambia algunas frases, algunas ideas, sobre todo cuando la soledad lo atenaza. Son relaciones superficiales, pero no dejan de ser cálidas. En Cuba esas relaciones pueden ser peligrosas.

El aire gélido batía en mi contra cuando por la calle de los Oficios me acercaba al Restauran Arabe, allí donde comienza, o termina, el callejón de Jústiz. Un pintor joven conocido me dio la gran noticia. En una tienda que hay a la entrada del restaurante estaban vendiendo té a precio bajo. ¿El té? De buena, o bastante buena calidad envasado en Canadá. Estaba casi alegre, como un niño ante su regalo de reyes. ¡Tenía té!

El siguiente paso sería ir al caserón del tango, a mitad del callejón de Jústiz, frente a un teatro en el que no se actúa. Mi ritual continuaba. Desayunaría un pan con tortilla, otro con chorizo y un refresco sintético. ¿Después? Sería la biblioteca Martínez Villena en la Plaza de Armas. Pero eso sería después.

Tuve suerte. El pan no era viejo y el chorizo estaba bien condimentado con pimentón. Mientras, a mi lado conversaban dos hombres jóvenes tomando sendas copas de un ron que huele a keroseno. No pude evitar escucharles. La noche pasada habían "hecho" noventa dólares con unos "yumas". Todo conseguido con tabaco falso, gratificaciones en paladares ilegales y consiguiéndoles unas jineteras. Uno de ellos dijo que ahora podía irse por dos o tres días para su provincia: Guantánamo. Ya sentía yo un acento diferente. Un no pronunciar las eses o cambios de erres por eles. ¡Felicidades pues, amigos!

Cuando el pan con chorizo llegó ya los guantanameros se habían esfumado de mi lado. Le presté atención entonces a los empleados que me servían. Ayer, decía uno de ellos, vinieron por la noche cerca de noventa yanquis. La fiesta terminó cerca de las cuatro y media de la mañana. El comensal que lo escuchaba le dijo: por lo menos a dos dólares el mojito, ¿no? Esos sí dejan ganancias. La propina fue espléndida. Los demás extranjeros son unos tacaños. Bueno, digo yo, Bush levanta el embargo, éstos son trabajadores y podrán comer decentemente gracias a las propinas de esos yanquis que fiestaron hasta tan tarde en la madrugada. En este sistema, que tiene mucho parecido con el de los antiguos faraones egipcios, ya se sabe que las pocas familias que tienen todo el poder no tienen problemas económicos. Qué manera más suave de acercar ambos pueblos que en realidad no se odian, al contrario, el pueblo cubano no se sabe por qué alquimia admira al pueblo norteamericano a pesar de todas las mesas redondas.

El siguiente paso en mi rutina mañanera fue ir a la biblioteca Martínez Villena y sacar Hard Candy de Tennessee William. ¡Qué placer leer sus cuentos! Huir de la realidad asfixiante del mismo discurso político durante cuarenta años. ¡Ahora seremos el pueblo más culto del mundo! ¡Por Dios!, ¿hasta cuándo?

El frío no cesó, al contrario, aumentó. Llegué a casa bastante feliz. Baltazar me había regalado un buen libro y un té de cierta calidad. ¿Que estaba solo? La soledad se diluye ante una buena lectura. El Joy Rio Tennessee William, también la Habana lo tuvo. El viejo Kroger igualmente. Pero, ¿podré aislarme en mi casa? O será un eufemismo mío esta pregunta. ¿No estaré ya totalmente aislado?, pero aislado por los seres que desde sus oficinas tiran de los hilos de los cuales penden.


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