Cuba: sobre
la mortalidad infantil
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, enero - Informes oficiales citados por el diario oficioso Granma
apuntan que en el 2000 la mortalidad infantil en Cuba estuvo entre las más
bajas del orbe: 7,2 por mil nacidos vivos. Lo demás, ya se sabe; algo así
como una frase: "nada como la Revolución para cuidar de las madres y
de los niños".
Este logro, sin embargo, invita a meditar sobre otras aristas del índice
de marras, tanto históricas como actuales. El órgano del Partido
Comunista de Cuba afirmó que la mortalidad infantil antes del triunfo
revolucionario de 1959 fue de 60 - 70 por mil nacidos vivos. Hasta ahora, que se
conozca, nadie lo ha fundamentado. Las estadísticas de la ONU señalan
que la Isla tuvo en 1957 una mortalidad infantil de 32 por mil (nacidos vivos),
entonces solamente superada por 11 países. Hoy, Cuba está a la
zaga de 29 naciones, 19 de las cuales ni soñaban con acercarse al índice
cubano de 1957. Entre ellas se encuentran Austria, Bélgica, Corea del
Sur, España, Francia, Grecia, Israel, Italia, Japón, Portugal y
Singapur. Por ello, repito la pregunta de mi artículo "Mitos de
Cuba, según García Márquez", al tratar en el mismo el
tema de la mortalidad infantil en la Isla: ¿avanzó o retrocedió?
La mítica mortalidad prerrevolucionaria de 60 - 70 por mil nacidos
vivos, informada por Granma, se desmiente con las mismas estadísticas
publicadas por el diario oficioso. De acuerdo con ellas, la tasa de mortalidad
infantil de Cuba, en 1960, ascendió a 37,3 por mil. Es absolutamente
imposible que el gobierno de Fidel Castro, ya en el poder, lograra el milagro de
hacer descender aquel índice en alrededor de 40 por ciento en apenas dos
años, contados después del primero de enero de 1959, sobre todo
porque esa mortalidad alcanzó en 1969 un nivel de 46,7 por mil, para
incrementarse sostenidamente hasta un ¡25 por ciento! respecto a 1960. Sólo
después de 1970 inició la Isla una disminución estable de
los decesos infantiles, y aún así demoró 14 años en
alcanzar lo que Islandia logró en 1957. Portugal tenía por
entonces una escandalosa mortalidad infantil de 88 por mil. Hoy, menor que la
de Cuba.
No puede perderse de vista que el índice alcanzado por la Isla, al
concluir el 2000, no suma el número de interrupciones de embarazos, entre
cuyas causas estuvo el impedir nacimientos de niños con malformaciones
congénitas, o la voluntad de gestantes que hicieron del aborto un método
de contracepción, más de una vez porque el "calentón"
no coincidió con existencias de anticonceptivos en farmacias y
hospitales, sin extenderme en una irresponsabilidad registrada por estudios
oficiales, prueba al canto de una ausencia de educación para la
sexualidad. Si la tasa de abortos actual ronda los 22 por cien embarazos -se
divulgó en la televisión isleña- puede estimarse tras un
par de cálculos que por cada centenar de preñeces hubo unas 23
muertes de fetos y nacidos, por unas y otras razones. ¿Es para
enorgullecerse?
Pasar de una asombrosa tasa de 71 abortos por cien nacimientos en 1991 -según
la ONU- a 22 interrupciones por centenar de embarazos a fines del siglo es un
avance. Pero ello no oculta como mucho más urgente ocuparse del número
de abortos, que de hacer apologética acerca de la reducción de la
mortalidad infantil, porque las más de 40 mil vidas frustradas que sólo
en el 2000 surgen de los cálculos, a tenor de las cifras mencionadas, sí
son un motivo de alarma. No sólo se trata de la responsabilidad ante el
derecho a existir de un corazón latiente, o del desasosiego del analista
al conjeturar sobre la catástrofe poblacional que pueden significar miles
de malformaciones congénitas ocultas tras los abortos; es, también,
asunto de vulgar economía: ¿hasta dónde las interrupciones de
embarazos han estado influyendo en el bajo índice de natalidad, la caída
de la tasa de producción y el desbalance de recursos laborales previsto
para un no tan lejano futuro?
Mortalidad infantil como la alcanzada por Cuba, al cierre del 2000, merece
reconocimiento por un deber gubernamental tan cumplido como el de los gobiernos
de otros países; pero no jactancias. Mucho menos politizadas, al estilo
del oficioso Granma.
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