Patria fue
el jardín de mi infancia
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, enero - El Central Patria era una especie de catedral para mi
curiosidad infantil. A principios de mes iba con mi padre. A él le
gustaba que lo acompañara. Me presentaba a sus compañeros de
trabajo y éstos me explicaban cómo funcionaban las máquinas
que atendían. Todos pensaban que yo sería un azucarero cuando
fuera adulto. Me alelaba viendo cómo caía la caña por el
basculador, cómo las esteras la conducían hasta las mazas, y como éstas,
con sus muelas de hierro, las iban devorando y convirtiéndolas en jugo y
bagazo.
Era para mí como un acto de magia. Cojinetes que giraban a gran
velocidad, válvulas que expelían ruidosamente chorros de vapor,
manivelas que como brazos incansables iban y venían al compás de
una música únicamente audible para ellas en medio del atronador
ruido, enormes pailas de donde emanaba el inigualable aroma de las mieles,
gigantescas montañas de cristalitos dorados que alborotaban en los
dientes las ganas de morder y, al final, el enfriadero con su miríada de
chorros de pura iridiscencia bajo el sol que se volvían mariposas en el
aire.
Ir al ingenio con mi padre tenía el encanto de descubrir lo
grandioso. Parecía cosa de hechiceros. Por un lado se desbarrancaban
desde los vagones cascadas de cañas y por el otro entraban a los vagones
lomas de azúcar. Traté de explicárselo a mi hijo más
pequeño y me volví un nudo de recuerdos y emociones. No pude pintárselo
con palabras. Le prometí entonces llevarle al central.
"Qué rico, mamá, papá me enseñará cómo
se hace el azúcar", gritó el niño emocionado.
Durante un mes aguardó con impaciencia la llegada del fin de año.
Para esa fecha toda la familia se reúne en Morón. Los hermanos
rememoran, lloran, se alegran; los primos se conocen, alborotan, arman
pandillas; los ya abuelos descubren parecidos, inventan similitudes: así
Gabriel es igualito a mi padre, Jordi es la copia de William, la niña
tiene los mismos ojos de Xiomara; la estirpe de los Vázquez sigue con sus
manías alrededor del cerdo que se asa.
Y entonces la pregunta. Llega Gabriel, descalzo, desgreñado, las
manos sin lavar; la madre espantada, mis hermanos se carcajean; llega la
pandilla de primos, todos en la misma facha. "Papá, ¿y cuándo
vamos al central?
Me quedo sin palabras. No tengo respuesta. Ya sé la noticia. La risa
se nos cuaja en una mueca. La familia se queda silenciosa. Saben lo que
significa para mí una promesa hecha a un niño. Gabriel se prende a
mi cuello. Mi esposa me mira con desaliento, mis hermanos clavan la vista en las
brasas donde a veces rechinan las gotas de grasa.
"Vamos, papito, dime cuándo vamos".
Pasan frente a mí los pinos umbrosos de la entrada del ingenio, veo
las casas de tabloncillo de altas ventanas y balaustradas torneadas, veo el
tiovivo de frente a la escuela pública, veo La Comercial repleta de
guirnaldas, su árbol de Navidad rutilando en una esquina, su olor a
manzanas recién llegadas, veo a mi padre cuchicheando sobre juguetes con
el dependiente, veo y dejo de ver, un ardor como de llanto me borra las
visiones. Patria fue el jardín de mi infancia y este año no molerá
y no podré explicarle a mi hijo cómo es la magia de fabricar azúcar.
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