Cena privada
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - Apenas entré en el barrio me
invadió un fuerte olor a mariscos. Andaba en el aire. Venía de
todas direcciones. Era una presencia constante. Manaba de las casas, de los
jardines, de los patios. Lo sentía en las ropas, en los árboles,
en los automóviles que cruzaban. Un ser omnipresente, ubicuo. Nada lo
detenía. Me llegaba a través de las paredes, a través de la
música que brotaba de los balcones, a través de las tendederas de
las azoteas, a través de los yermos enyerbados. Caminé envuelto
por el olor.
Se mantenía. Ya era para mí un ámbito apestoso. Comencé
a sospechar. No podía ser que en todos los hogares estuvieran cocinando
mariscos. Pero el olor era permanente. Lo percibía en las personas que me
saludaban. Lo percibía en los tachos de basura de las esquinas. Lo percibía
en los perros que se fajaban por una piltrafa inidentificable. No podía
ser. Semejaba una alucinación, un delirio. Me detuve. Olí el
viento como un sabueso en busca de una pista. El aire traía el olor desde
todos los puntos cardinales. Era una pesadilla. Indudablemente algo que había
comido me había caído mal y se reflejaba de esa manera. Me
sorprendí al borde del vómito. No resistía más.
Me revisé las ropas. Pensé que alguien podía haberme
embarrado de pescado en el camello. No había manchas. No había
rastros. Alcé un pie, inspeccioné la suela del zapato. Nada. Alcé
el otro, limpio. No. No había pisado ningún desecho. Me olfateé
las manos, miré cuidadosamente mis uñas; lo hice automáticamente,
sabía que no había tocado nada que tuviera que ver con el mar. ¿Qué
podía ser? ¿De dónde procedía el persistente olor?
Llegué a casa mareado. Me sudaba la frente. Tenía el estómago
revuelto. Los deseos de vomitar se tornaban más insistentes. Mi esposa me
sirvió el café que tomo todos los días a mi llegada. Percibí
en él el mismo olor. Rechacé el café con delicadeza. Le
dije a mi esposa que no me apetecía, que me sentía mal. Y fue
entonces que se despejaron todas las incógnitas.
"Qué lástima. Yo que me he pasado toda la tarde limpiando
calamares para servírtelos enchilados", expresó.
Fue como un mazazo. El estómago me corcoveó como un potro
azuzado por un relámpago. Inevitable sobrevino la asqueada. Enrojecí.
Tosí ahogado. Sentí el sudor corriéndome por las sienes.
Toda la pesadilla de haber recorrido el barrio sumergido en aquel maldito olor
se concentró en mi casa. El aire se enturbió. Desde cada rincón
me llegó el olor a calamares. Mi esposa estaba estupefacta, inmovilizada,
no sabía qué hacer ni qué decir.
"Creí que te gustaban, y como vinieron hoy al mercado" -me
dijo.
"Eso deben de haber pensado todas las mujeres del barrio" -respondí
antes de caer en una especie de inconciencia que me libró al fin del olor
a calamares.
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