Andrés Reynaldo. Publicado el viernes, 21 de
diciembre de 2001 en El Nuevo Herald
Raúl Rivero es quizás el mayor de los poetas cubanos vivos. De
cualquier modo, uno de los mayores poetas que haya dado mi patria en su trágica
y sórdida historia. Como todos sabemos, los grandes poetas siempre son
mejores que sus pueblos. Por lo menos, maduran antes. Estas son las leyes del
verbo. Y Rivero las cumple, valga la frase, al pie de la letra. No hay que decir
que lo paga con la vida.
Si no recuerdo mal, Walt Whitman dijo que los poetas eran como las
constelaciones. Acaso sea una exageración. Puedo asegurar que Rivero es
el agujero negro de la cultura cubana. Su descomunal y secreta masa (miren la
paradoja, Rivero es conocido como el Gordo Rivero) arroja en una ignominiosa
nada la retórica de salón tercermundista de la intelectualidad
castrista y establece una abismal cota ética para la intelectualidad
anticastrista. Desde su feroz plenitud, la fuerza gravitacional del bardo
alecciona por igual a quienes se quedaron y a quienes se fueron.
Para la cultura oficial, Rivero constituye una rareza ontológica: es
una no persona que es persona non grata. Semejante dilema filosófico no
se pudo dejar siquiera en manos de Abel Prieto, ese melenudo ministro de Cultura
que lucha por sobrevivir a otro insondable conflicto de la razón:
impulsar una apertura cultural partiendo de unas premisas policíacas. Según
un conocedor de los entresijos palaciegos, el caso de Rivero es uno de los pocos
que caen bajo la directa y unánime jurisdicción de Fidel Castro.
El máximo líder como máximo hermeneuta.
Ignoro si a Rivero le halaga este fatídico privilegio. No quisiera
verme a merced de los vaivenes sicosomáticos de Castro. Sin embargo, no
dejo de sentir envidia. La infantil posteridad, el favorable juicio de una crítica
inteligente y el amor de los lectores pueden ofrecer la gloria poética.
Para conquistar la gloria moral hay que medirse con atroces enemigos. En este
caso, se trata de un dictador mezquino y obtuso capaz de contaminar la cultura a
tal punto que el simple uso de las palabras precisas se traduzca en
martirologio. Gabriel García Márquez suele afirmar, sin mucho énfasis,
que Castro es un hombre culto. Si es así podrá entender (y sufrir)
esta justiciera contradicción. A ese artista solitario, inerme y
vilipendiado ya el porvenir lo retrata victorioso. Lo dice el Eclesiastés:
quien humilla, también exalta.
Para mí, Rivero viene a cumplir una metáfora. El guardián
de las palabras que se niega a abandonar el faro desvencijado por la tormenta,
acorralado por fétidas sombras. Todas las semanas, con puntual osadía,
el poeta envía sus valientes y lúcidos artículos de opinión,
escritos en un lenguaje terso y carnal, quién sabe bajo cuántos
temores, cuántas traiciones, cuántas soledades. Soledad. He ahí
una palabra clave. La soledad de ser un rebelde en una nación de
carneros. La soledad de condenar la tiranía sin sacrificar la veracidad
(porque si del tirano dices más te vuelves tan demagogo como el tirano).
Y la soledad de escribir bien.
Yo no soy un patriota. Si amara a Cuba tanto como otros dicen amarla, me
hubiera quedado allí a todo riesgo. Un verdadero amor es un inapelable
acto de fe. De hecho, hay algunos aspectos del ser cubano que me repugnan. Será
por eso que a ratos, cuando hablo con Rivero, le digo que haga las maletas y se
tome un descanso. Que reserve para su poesía las energías robadas
por la política. Pero él calla, y no otorga. Lo que para mí
es sensatez, para él resulta apostasía. Será por eso también
que todavía no he perdido del todo la fe en mis compatriotas. En lo alto
del faro, un terco guardián sostiene la llama. Nada puede disuadir a un
poeta cuando ha encontrado su destino.
En unos días será Nochebuena. Acaso Rivero pueda cenar en paz,
en su hogar, rodeado de los suyos. Si se asoma a la ventana, verá una vez
más a su amada ciudad, amordazada y rota. Quién duda que un verso
irá a buscarlo. Quién duda que rogará por que vengan
tiempos mejores. Espero que no sea tarde para hacerle llegar este mensaje:
Querido amigo, aguza el oído. Escucha ese inefable rumor que emerge
en la madrugada de La Habana, cuando cede la fría brisa y la luna reposa
en el mar sobre una columna de plata. Atiende con ojos y manos, con el pecho y
las entrañas, con las sonrojadas orejas del niño tímido que
fuiste y el límpido corazón del patriarca que serás.
Escucha, poeta, un rumor detrás del rumor, aquí, al norte, porque
tan sólo a 90 millas, nosotros, los cubanos libres, estamos brindando por
ti.
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