Evangelina
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - Ayer sábado estaba yo parado
en la esquina de O'Reilly y Aguacate cuando una señora mayor, pero de
complexión fuerte, se acerco a mí y me pidió que la ayudara
a cruzar la calle. Al mirar el rostro de la señora, de inmediato la
reconocí, pero me dio curiosidad que no me hubiera llamado por mi nombre,
así que me limité a decirle que sí. Busqué su mano
izquierda y la puse sobre mi hombro derecho. Cuando cruzamos la estrecha calleja
le pregunté si algo más se le ofrecía. Los rayos del sol
llegaban hasta nosotros como una penumbra; eran las cinco de la tarde y los
altos edificios de la Habana Vieja siempre le han dado a esta parte de la ciudad
un aspecto sombrío. La señora usaba bastón. Yo la miraba
detenidamente. Ella comenzó a darme las gracias, pero yo esperaba algo más,
y al percatarme que más nada añadiría, le pregunté
si no se acordaba de mí. Dijo que mi voz le era familiar.
- ¿Es que acaso no me estás mirando, Evangelina?
- No, muchacho. Estoy ciega.
- ¡Imposible! ¿Cómo es eso? -pregunté.
- Tengo glaucoma, me han hecho varias operaciones, pero la doctora que me
operó la primera vez dijo que mi nervio óptico ya está muy
dañado. Pero dime, ¿quién eres tú?
- Ramón, Evangelina, el amigo de Pilar y Miquelis.
- ¡Ramón! ¡Claro que me acuerdo de ti, muchacho! ¿Cómo
te trata la vida?
- No puedo quejarme, Evangelina. Pero, ¿realmente no puedes verme?
- Lo que veo son manchas de luz, pero ya no distingo nada. Esas manchas solo
las veo de un ojo; el otro ojo es total oscuridad.
Sentí en esos momentos que mi corazón estallaba en mil
pedazos. ¿Cómo era posible que Evangelina se hubiera quedado ciega?
Mientras observaba la dirección estática de sus ojos, como solo lo
saben hacer los ciegos cuando involuntariamente miran hacia el cielo en busca de
la luz, me puse a pensar qué cosa era peor: vivir en el eterno silencio
de los sordos o en una eterna oscuridad. No sabía qué decirle,
pero algo tenía que decirle cuando extendió sus manos para
abrazarme y darme un beso.
- ¿Has logrado acostumbrarte a no ver nada, Evangelina?
- Al principio tuve deseos de matarme, pero una doctora siquiatra me dio
terapia durante 8 meses, y me devolvió la confianza y la fe en la vida.
Claro, con la ayuda de Dios y de la Virgen, pues ahora voy a la iglesia todos
los domingos, y aunque no lo creas, soy una mujer feliz. Recién ahora es
que salgo sola a la calle. Al principio me hijo quería acompañarme,
pero lo convencí de que tenía que hacerlo sola. Yo estaré
ciega, pero no quiero ser carga para nadie, y menos para mi hijo, que ya tiene
bastante con sus problemas.
- Evangelina, uno de estos días me gustaría hacerte una
entrevista.
- ¿Aún estás en eso del periodismo...?
- Sí.
- Pues cuando quieras. A mis 72 años te puedo contar muchas cosas de
este país. Te podré hablar de cuando trabajé de doméstica
en la casa de las hermanas Lago, que tenían un Trío y fueron
famosas en su época. Te podré hablar de los trabajos que pasó
mi madre para criarnos a mí y a mis 7 hermanos. De cómo mi padre
era un borracho y un comelón y un mujeriego y jamás le dio un
centavo a mi madre para ayudarnos. Y te podría decir el error tan grande
que cometí cuando en el año 1948 se me presentó la
oportunidad de establecerme en los Estados Unidos y no lo hice por estar
enamorada del padre de mi hijo.
- ¿Si pudieras volver a empezar harías las mismas cosas que has
hecho?
- Por supuesto que no. Haría exactamente todo lo contrario de lo que
he hecho. Y ahora no sería la anciana ciega que soy con una miserable
pensión de 59 pesos, que apenas me alcanza para pagar la luz, el gas, y
los mandados de la bodega.
Me despedí de Evangelina sintiéndome culpable; es algo que
siempre me ocurre con las personas que conozco cuando les ocurre una desgracia.
Cualquiera de estos días iré por su casa para la entrevista.
Ramón Díaz-Marzo es el autor de la novela
"Cartas a Leandro", publicada por CubaNet.
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