CUBANET .INDEPENDIENTE

11 de diciembre, 2001


José Manuel y la cárcel de San Severino (I)

Héctor Maseda, Grupo Decoro

LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - José Manuel Ríos Ramos tenía que ser condenado. Así lo exigía el gobierno de Fidel Castro.

La causa 128 del año 1963 fue explícita: "Atentar contra los poderes del Estado" (conspiración, sabotaje y miembro de una banda de insurgentes). José Manuel escuchó la sentencia del 19 de octubre de ese año por el Tribunal Provincial de Matanzas como si fuera un macetazo en pleno rostro. Las experiencias que él enfrentaría durante los próximos diez años que estaría encerrado en el castillo de San Severino, convertido en prisión de alto rigor por las autoridades cubanas, marcarían con un sello especial el resto de su existencia.

Esta fortificación, llamada así no sólo para recordar a un Santo Varón, sino en honor a Don Severino de Manzaneda, fundador de la ciudad de Matanzas el 13 de octubre de 1693 y entonces gobernador de la isla, se terminó de construir en 1734, cincuenta años después de iniciado el proyecto. Está ubicada en un extremo de la bahía matancera, en Punta Gorda, y es la mayor fortaleza militar de la provincia y una de las más importantes del país. Junto con la batería de Peñas Altas y El Morrillo, defendía la ciudad de posibles ataques de corsarios y piratas, tan frecuentes en aquellos tiempos.

El baluarte militar se convirtió en prisión para reclusos por causas políticas a principios de los años 60, como resultado de la urgencia que tuvo el régimen totalitario de incrementar sus instalaciones penitenciarias y por sus características constructivas: fuertes y elevados muros, la mayoría de los cincuenta cubículos que fueron convertidos en celdas estaban soterrados, lo que hacía casi imposible cualquier intento de fuga; además de su ubicación geográfica.

En realidad, cada uno de los locales tenía capacidad para doce prisioneros, distribuidos en cuatro literas con tres camas cada una. Sin embargo, las autoridades penitenciarias mantenían entre 25 y 27 reclusos en su interior. De este modo, más de la mitad dormían en el suelo, que permanecía mojado de manera permanente. El agua la ponían de cuatro de la tarde a nueve de la noche. Baños y duchas estaban al final de las galeras, aunque en cantidades insuficientes.

José Manuel recuerda: "El horario del día comenzaba a las seis de la mañana con el 'de pie', hora del aseo personal y dejarlo todo en orden para la inspección, si la realizaban. A las ocho de la mañana nos sacaban al patio para desayunar. Había dos áreas soleadas con un muro de piedra de cinco metros de altura que las dividía. La infusión consistía en agua con azúcar y dos onzas de pan duro con moho. El comedor estaba a un extremo del patio. La cárcel estaba dividida en dos secciones de 25 destacamentos cada una. Nos permitían tomar el sol por espacio de una hora. A las nueve de la mañana se hacía el conteo físico. Una vez concluido, nos encerraban nuevamente en los destacamentos. El tiempo de la mañana lo empleábamos en leer, estudiar, conversar, hacerle cartas a la familia, jugar dominó o damas hasta la hora del almuerzo (entre una y dos de la tarde). Consistía generalmente en harina de maíz y quimbombó. Pasados unos veinte minutos, de nuevo para los cubículos. La comida se servía entre las siete y las ocho de la noche. En ella nos daban un poco de arroz, caldo aguado y viandas cocidas. A veces ofrecían un huevo hervido. La calidad de los alimentos era pésima y en cantidades insuficientes. A las diez de la noche era el silencio".

En aquellos años, el uniforme en el presidio político era amarillo, porque amarillos eran los uniformes de los soldados del gobernante depuesto, Fulgencio Batista. La camisa con una "P" negra en la espalda. Un número sustituía nombre y apellidos de los reclusos. El de José Manuel fue el 826. De este modo se convertían en una cifra más.

La atención médica no existía en el penal.

"Había una enfermería -asegura José Manuel- con diez camas, los casos eran atendidos por un galeno que también estaba preso. Su nombre no lo recuerdo. El otro doctor, Miyares, médico del Ministerio del Interior cubano, pasaba una o dos veces a la semana, si se le ocurría. Las enfermedades frecuentes eran respiratorias, nerviosas, digestivas, parasitarias y de la piel".

La fuente concluyó: "Sí descontamos las aspirinas, los presos no disponíamos de medicamento alguno. Los casos de diagnóstico grave eran remitidos al hospital provincial, al militar o a la clínica dental cuando lo estimaba el doctor Miyares".


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