José
Manuel y la cárcel de San Severino (I)
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - José Manuel Ríos
Ramos tenía que ser condenado. Así lo exigía el gobierno de
Fidel Castro.
La causa 128 del año 1963 fue explícita: "Atentar contra
los poderes del Estado" (conspiración, sabotaje y miembro de una
banda de insurgentes). José Manuel escuchó la sentencia del 19 de
octubre de ese año por el Tribunal Provincial de Matanzas como si fuera
un macetazo en pleno rostro. Las experiencias que él enfrentaría
durante los próximos diez años que estaría encerrado en el
castillo de San Severino, convertido en prisión de alto rigor por las
autoridades cubanas, marcarían con un sello especial el resto de su
existencia.
Esta fortificación, llamada así no sólo para recordar a
un Santo Varón, sino en honor a Don Severino de Manzaneda, fundador de la
ciudad de Matanzas el 13 de octubre de 1693 y entonces gobernador de la isla, se
terminó de construir en 1734, cincuenta años después de
iniciado el proyecto. Está ubicada en un extremo de la bahía
matancera, en Punta Gorda, y es la mayor fortaleza militar de la provincia y una
de las más importantes del país. Junto con la batería de Peñas
Altas y El Morrillo, defendía la ciudad de posibles ataques de corsarios
y piratas, tan frecuentes en aquellos tiempos.
El baluarte militar se convirtió en prisión para reclusos por
causas políticas a principios de los años 60, como resultado de la
urgencia que tuvo el régimen totalitario de incrementar sus instalaciones
penitenciarias y por sus características constructivas: fuertes y
elevados muros, la mayoría de los cincuenta cubículos que fueron
convertidos en celdas estaban soterrados, lo que hacía casi imposible
cualquier intento de fuga; además de su ubicación geográfica.
En realidad, cada uno de los locales tenía capacidad para doce
prisioneros, distribuidos en cuatro literas con tres camas cada una. Sin
embargo, las autoridades penitenciarias mantenían entre 25 y 27 reclusos
en su interior. De este modo, más de la mitad dormían en el suelo,
que permanecía mojado de manera permanente. El agua la ponían de
cuatro de la tarde a nueve de la noche. Baños y duchas estaban al final
de las galeras, aunque en cantidades insuficientes.
José Manuel recuerda: "El horario del día comenzaba a las
seis de la mañana con el 'de pie', hora del aseo personal y dejarlo todo
en orden para la inspección, si la realizaban. A las ocho de la mañana
nos sacaban al patio para desayunar. Había dos áreas soleadas con
un muro de piedra de cinco metros de altura que las dividía. La infusión
consistía en agua con azúcar y dos onzas de pan duro con moho. El
comedor estaba a un extremo del patio. La cárcel estaba dividida en dos
secciones de 25 destacamentos cada una. Nos permitían tomar el sol por
espacio de una hora. A las nueve de la mañana se hacía el conteo físico.
Una vez concluido, nos encerraban nuevamente en los destacamentos. El tiempo de
la mañana lo empleábamos en leer, estudiar, conversar, hacerle
cartas a la familia, jugar dominó o damas hasta la hora del almuerzo
(entre una y dos de la tarde). Consistía generalmente en harina de maíz
y quimbombó. Pasados unos veinte minutos, de nuevo para los cubículos.
La comida se servía entre las siete y las ocho de la noche. En ella nos
daban un poco de arroz, caldo aguado y viandas cocidas. A veces ofrecían
un huevo hervido. La calidad de los alimentos era pésima y en cantidades
insuficientes. A las diez de la noche era el silencio".
En aquellos años, el uniforme en el presidio político era
amarillo, porque amarillos eran los uniformes de los soldados del gobernante
depuesto, Fulgencio Batista. La camisa con una "P" negra en la
espalda. Un número sustituía nombre y apellidos de los reclusos.
El de José Manuel fue el 826. De este modo se convertían en una
cifra más.
La atención médica no existía en el penal.
"Había una enfermería -asegura José Manuel- con
diez camas, los casos eran atendidos por un galeno que también estaba
preso. Su nombre no lo recuerdo. El otro doctor, Miyares, médico del
Ministerio del Interior cubano, pasaba una o dos veces a la semana, si se le
ocurría. Las enfermedades frecuentes eran respiratorias, nerviosas,
digestivas, parasitarias y de la piel".
La fuente concluyó: "Sí descontamos las aspirinas, los
presos no disponíamos de medicamento alguno. Los casos de diagnóstico
grave eran remitidos al hospital provincial, al militar o a la clínica
dental cuando lo estimaba el doctor Miyares".
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