Canción
de cuna para despertar a un seudogenio
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - El día que Juan Ramón
Jiménez, en un verso desesperado, escribió: "Dios mío,
dame la mediocridad", a pesar de su premio Nobel de Literatura, estoy
seguro que Dios, mirándolo con lástima, sonrió compasivo, y
de Juan Ramón tener oídos para oír al Todopoderoso, hubiera
escuchado: "¿Más?" Y es que la vanidad, a veces, nos hace
creernos lo que no somos.
La mediocridad es un don que ha otorgado Dios a los hombres. Quizás
porque no tuvo otra vía para que fueran iguales. Todo hombre que, con su
estolidez infinita, pretenda apartarse de esa mediocridad congénita puede
estar seguro de que no hace otra cosa que aumentarla. No hay mayor mediocre que
quien no quiere darse cuenta de su propia mediocridad.
La historia de la humanidad es abundantísima en mediocres y ralísima
en genios. Pero si algo deslumbra al hombre es la esperanza de ser genial. Se ha
vuelto una manía. Y es que lo primero que descubre el hombre, apenas
cobra conciencia, es su descomunal impotencia. Eso lo hace comportarse estrambóticamente,
pero no lo convierte en un genio. Es reducidísimo el número de
elegidos para, en una mínima porción de la vida, resultar
excepcional.
La inmortalidad, ya literaria, científica, política, también
la otorga Dios. Miles de hombres pasaron bajo un manzano y recibieron el golpe
de una fruta desprendida, pero sólo a Newton le fue concedida la gloria
de descubrir la Ley de la Gravedad; miles de hombres se sumergieron cada día
en una alberca, pero sólo a Arquímedes le fue dado enunciar la Ley
de Empuje de los Fluidos; sólo a Miguel Angel le tocó la gracia de
esculpir el David; sólo a Da Vinci, pintar la Mona Lisa; sólo a
Mozart, componer el Requiem; sólo a Chaplin, crear a Charlot, sólo
a Einstein, postular La Relatividad; sólo a Proust, escribir En Busca del
Tiempo Perdido; lo más, mediocridad y más mediocridad.
Los genios son una necesidad del universo para, de cuando en cuando,
entretener a tanto mediocre que lo puebla. La mediocridad es una pandemia que se
padece más allá del deseo personal y para la cual Dios no ha
dispuesto ningún genio que invente su vacuna. De disponerlo Dios -cosa
que no creo que haga- sería el genio más tonto de la historia;
desaparecerían los genios.
El genio no sabe que lo es. Una fuerza desconocida lo impulsa. El mediocre sí
sabe que lo es, por eso pugna con toda su fuerza para dejar de serlo, y ello lo
convierte entonces en un mediocre furibundo, agresivo, petulante, pretencioso
hasta que deviene excepción pero del mal, del vicio, de la vanidad; nunca
un genio natural.
Acusar de mediocres a otros no es una genialidad, es una perogrullada. Todos
los mediocres vergonzantes se acusan entre sí. Pierden el tiempo de hacer
algo, si no genial, útil; y en este caso, lo útil sería
aceptar sin remilgos la mediocridad, que es, en fin, la condición humana.
No por desenroscar una tuerca con habilidad se es un genio de la mecánica;
no por suturar una herida con más precisión se es un genio de la
medicina, no por hilvanar un discurso con más fluidez se es un genio de
la política; no por escribir una crónica con más mañas
se es un genio del periodismo. La mediocridad es precisamente eso: hacer lo que
todos con mayor o menor éxito.
Yo, al menos, sin un ápice de pena, me confieso un mediocre
satisfecho, un mediocre contento, un mediocre que espera el más mediocre
de los finales, mi muerte, con la más mediocre de las sonrisas de un
mediocre consciente. Allá los mediocres con ínfulas de genios.
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