Cuando
regresé del Japón
Tania Díaz Castro, UPECI
LA HABANA, agosto - Si me preguntaran la fecha exacta de cuándo se
desmoronó ante mis ojos la revolución cubana de Fidel Castro, mi
desilusión por ella, yo diría que fue en el mes de mayo de 1972 a
mi regreso a Japón. Unos pocos meses en ese país y fue suficiente
para que mi mente se abriera a un mejor análisis. Autodidacta como soy,
me puse a indagar más sobre las revoluciones de épocas antiguas y
modernas y me llamó mucho la atención la del 14 de julio de 1789,
cuando el pueblo francés tomó la prisión de La Bastilla y a
los pocos días la Asamblea proclamaba la Declaración de los
Derechos del Hombre.
Transcurridos trece años del triunfo revolucionario de Castro ya Cuba
era un lamentable ejemplo de retroceso: mayor escasez de productos alimenticios,
de ropa, de calzado, además de la desaparición total de efectos
electrodomésticos en los comercios y hasta de los mismos comercios. Es
cierto que una buena parte del pueblo vitoreaba al régimen, pero lo hacía
no sin dejar de sentir el terror ante la propaganda estatal respecto al castigo
político que sufría todo aquél que se apartara del régimen:
marginación laboral, destierro y en el peor de los casos una larga
condena a prisión o el fusilamiento, castigo que comenzó a padecer
la mayor parte de las masas populares.
A mi regreso del Japón y mientras caminaba por las avenidas o calles
de La Habana, las mismas que antes de 1959 fueran las más animadas y
modernas de la capital, me pregunté muchas veces si los cubanos estábamos
en realidad ante una revolución o era simplemente que un grupo de poder
había sido sustituido por otro. Con la revolución, mi madre había
comenzado a hacer largas colas al sol para comprar unas onzas de carne de res o
un puñado de frijoles, y su casa se veía más pobre que
antes.
La calle Infanta estaba sucia, las fachadas de los edificios y sus
interiores estaban deteriorados, cerrados sus antiguos comercios y con nuevos
cuchitriles o pocilgas de viviendas. Todo parecía como si estuvieran
presentes las huellas de una bomba atómica.
Mi viaje al Japón fue una sorpresa para mí. Cuando contraje
matrimonio con un joven japonés, contratado por la flota pesquera de Cuba
por espacio de cinco años, jamás pensé que al poco tiempo
de casados visitaría su país y mucho menos que ese viaje llegara a
convertirse en un acontecimiento tan trascendental en mi vida.
Mi esposo Kaisuka Masayeshi me había hablado mucho de la guerra
sufrida por su pueblo, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki y de cómo
Tokio quedó devastado totalmente.
Pero cuál no sería mi asombro al llegar a Japón y
contemplar en cada rincón de su capital el boom de la construcción
y de la modernización. A veintisiete años de terminada la guerra
Tokio podía competir con las más importantes capitales del mundo.
Redes de expresos surcaban sus distritos, rascacielos de metal y cristales con
plataformas de corcho para los temblores de tierra, bellísimas avenidas
de numerosas vías y, sobre todo, abundancia de artículos de
primera necesidad producidos en Japón. Algo que me llamó mucho la
atención fueron sus calles subterráneas, que miles de tiendas
grandes y pequeñas iluminaban hasta altas horas de la noche. Arriba, las
autopistas colgaban sobre la ciudad.
Aquello era una verdadera revolución, y no lo que yo había
dejado atrás en mi atribulado país, su población agobiada
por el hambre, y una gran parte de ella manipulada y confundida.
El Japón, mágico y embriagante, disfrutaba del milagro de una
economía de mercado hasta convertirse en el "tercer grande" a
finales de la década del sesenta. Gracias a él nunca más me
llamé a engaño y las "proezas" de la revolución
cubana se convirtieron en sal y agua.
Por costumbre y necesidad seguí perteneciendo a aquella masa de
conformistas, y sin darme cuenta asumí durante algunos años esa
doble moral que hoy forma parte de la idiosincrasia del cubano revolucionario.
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