"Allá adentro rompieron la luz"
Lázaro Echemendía, Cuba Press
LA HABANA, mayo - "Ten cuidado, porque hay un sidoso que se va a picar" - fueron las últimas palabras del médico.
"Vaya, qué recibimiento" -pensó Marcos, que acababa de revelar a su colega.
Veinte y cuatro horas llevaba el enfermo, portador del VIH, pidiendo ir al hospital so pretexto de dolores.
"Mira -le había confesado al médico- a mí no me duele nada, pero necesito ir a ver a mi esposa que también está presa e internada en la sala de penados. Dame el conduce, compadre".
Por enésima vez el galeno le explicó que le era imposible ayudarlo pues sólo había un carro y exclusivamente para emergencias.
"Entonces -enfatizó el preso- no me queda más remedio que picarme".
Santa Clara 1998. Marcos comenzaba a trabajar como médico de prisiones, si bien ya estaba preparado para lo inimaginable o lo que es lo mismo, para lo que no valía la pena prepararse.
Comenzaba 24 horas de guardia, otra vez un solo carro disponible, y gasolina exclusiva para el viaje al hospital.
Segundos después apareció un "Kamikazi". Un asmático que bien sabía cómo hacer para desencadenar la crisis. Asfixiar sus pulmones. Basta con destripar una almohada y respirar profundo entre las tripas.
"Rápido, epinefrina -dijo Marcos al enfermero- y continuó administrando medicamentos".
La crisis, cada vez más rebelde. El asmático, quien sabe si arrepentido, hambriento de aire le miraba a los ojos como rogándole el suyo.
Otra descarga, golpes de esteroides.
Una última ronda, de no ceder no habría más alternativa que enviarlo al hospital. ¿Por qué no lo hizo antes? En Cuba, "¿por qué" es respuesta, en las prisiones ni siquiera eso.
Con el último golpe la crisis fue cediendo, la respiración ya menos suplicante. Sólo entonces Marcos cayó en cuenta. "Coño -pensó- pero si este hombre es blanco".
"¡Auxilio! -se oyeron gritos que se multiplicaron- un pica'o en la nave del SIDA".
Médico y enfermero corrieron. Adentro era de noche. A punto de entrar se escucharon risas en el interior. El enfermero desafió la inercia, retrocedió arrastrando consigo a Marcos.
"Mire, médico, allá adentro rompieron la luz, si entramos esta gente es capaz de picarnos; no será la primera vez que intentan contagiarnos".
"Pero ahí hay un herido, no podemos esperar, quédate tú que yo entro"- y se dispuso a hacerlo.
Esta vez el murmullo fue de vidrios. Marcos pareció rebotar contra el sonido. ¿Qué hacemos?, preguntaron con los ojos a los guardias.
Pasó el tiempo, se oyó un golpe, otro. Una ventana salió disparada y vieron asomar dos pies ensangrentados. El enfermo, percatándose de la situación se había valido de sus pies para romper la ventana. Por ahí pudieron sacarlo.
Marcos lo supo de un vistazo: ambos talones de Aquiles estaban cortados.
Casi con el extra de energía el enfermo gritó: "¿Está bueno con esto o tengo que seguir picándome?"
Nuestro hombre al parecer se equivocaba: no, no era suficiente.
Al llegar al hospital los médicos se negaron a operarle. Temieron contagiarse. Se limitaron a guardar las apariencias, es decir, coser la piel con los talones desprendidos adentro.
No era suficiente, porque apenas tuvo ocasión de ver a su esposa. A los pocos días ya estaba de vuelta en la prisión, sólo que ahora como un inválido, renqueando, caminando recostado a las paredes, cayéndose. Y lo peor, otra vez pidiendo ver a su esposa.
Cuatro meses después fue operado en La Habana.
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