Doña Carmen: la viuda
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, marzo - Es cierto que cuando las personas narran su pasado ininterrumpidamente es porque ya no tienen futuro. Y mientras la anciana venerable de ochenta y cinco años hablaba brevemente del presente, y entre largos silencios asturianos, dejaba caer invisibles dosis de ironía
a su "querida familia", yo presenciaba al ser que, ante un muro final, le manoteaba a lo imposible.
Con cuánta alegría celebraba yo su burla de anciana empujada por el tiempo contra el muro donde ¿termina la vida? viéndola asumir su soledad cuando le pregunté y me dijo: "No. Todas mis amigas están muertas". Sin volverse hacia el pasado con la
actitud de pretender comprender.
- ¿Tiene miedo, usted? - pregunté.
Contemplé el pellejo replegado de su rostro y de sus manos. Yo permanecía a la caza del detalle que me revelara la horrible verdad de su experiencia, o la inefable certidumbre de un silencio feliz.
Viejo y arrugado rostro impenetrable, donde infinitas significaciones carecen de importancia. Hermética sensación que no podrían pintar las palabras. Limpio su vestido de una sola pieza. Recogido el blanco cabello a la altura de la nuca. Sentada en la butaca de sala con la
dignidad de una dama antigua, dura y fría. Resguardada ya en su vieja casa de la lluvia, el sol, el invierno, y las asechanzas de la vida para los que continúan viviendo. En el aparente sosiego que se jacta de haber vivido sin inexactitudes emocionales. Esperando a la muerte, vestida
de negro.
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