De compras sin dólares
Miguel Angel Ponce de León, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, febrero - Un "grito", proveniente de la garganta de Kiri te Karrawa, me sacó de mis dulces pesadillas. Proviene del tercer piso, 2do. interior, donde mora la Mata Hari del edificio. Armanda. Espero sea ajusticiada cuando devuelvan a Eliancito y todo vuelva a la
normalidad, por un comando paramilitar. Ella no se salvará, como la Glu Glú, que después de repartir tantos Girasoles de Opina, ahora disfruta de su senectud, enriquecida, en New York.
'Mi amol', disciplinado, está vestido y listo. Sus zapatos son de gamuza marrón, hacen juego con el par de medias de tejido grueso, color yema de huevo. Su pantalón negro, de dos pliegues, es ancho y con dos rayas que semejan quillas de veleros. Su camisa: marrón a
cuadros. Amarillo es su bigote igual que sus ojos. Su pelo: castaño. Y su porte... ¡Oh tom of Finland con tu kake! ¡Cuántos fantasmas compartimos! Quizás, formando parte de 'la transición' -¿hacia qué?- alguien, ¿Barnet?, promueva una fundación
tan respetable como la Mappelthorpe pero a la cubana.
Ambos dejamos el No. 2 de Mercaderes, enfrentándonos a una clara y fría mañana, con la intención de tomar un café de a peso en La Luz. El plan de trabajo será arduo. Comprar dos cajas de bolas, una lámpara de luz fría y motas para pulir, en
pesos cubanos.
El sol, a nuestras espaldas, nos ayudó a avanzar hacia El Floridita por la calle de los Obispos, Guinza viejahabanera. Fluían multitudes en ambos sentidos. A cada paso una nueva tienda y hasta un nuevo parque en la esquina con Aguacate. Mañana de encuentros fortuitos. A
nuestro lado pasó El Aeropagita, haciendo guiños misteriosos. Más adelante, Arrufat, por la acera de enfrente, repetía el gesto de unos días atrás: alzaba una mano de deditos temblorosos, tremulantes. La poetisa Reina María avanzó rodeada de
ex-esposos, los de New York y los de aquí, hacia el Palacio del Segundo Cabo. El semiárabe hijo de Clara Mortero pasó apresurado sin notarnos; pero llegando al Parque Albear casi chocamos con el autor de Rachel, todo de kaki, a lo safari africano. ¡No nos reconoció!
No intenté, por lo tanto, estimularlo anticipadamente para lo de la fundación.
Por fin llegamos al Parque Central. Parado bajo la estatua del autor de la carta dirigida a H. Spencer, veo estupefacto que a un decímetro bajo sus pies, aparece vacío un orificio antes ocupado por un clavo de oro.
Subimos por Prado, pasamos frente al Capitolio. En sus jardines pululan los fotógrafos ambulantes, con sus cámaras de cajón, sacadas de sus baúles de recuerdos. Nos tiramos una foto.
Al llegar al Parque de la Fraternidad, descubrimos sus jardines restaurados. Los bancos ocupados por sus clientes habituales: ancianos homosexuales conversando coquetamente con cowboys orientales que miran ansiosos sus relojes, cadenas y zapatos.
La calle Monte. Finalmente. Sus portales llenos de invidentes, sordomudos, paralíticos y enanos eran nuestra meta. Fea calle antes. Más ahora. Calle atestada como la de los Obispos, pero con un público diferente.
Primero preguntamos por la lámpara de luz fluorescente a Lachi, un enanito mulato en silla de ruedas, allá por la esquina de Monte y Zulueta. Este nos mandó dirigirnos a Cocodrilo, negro ciego que vende peines en la esquina de Suárez. Cocodrilo, apesadumbrado por no
'resolvernos' la lámpara, nos recomendó 'hablar' con El Quemao, un sordomudo que tiene su timbiriche en el portal de El Ten Cent de Monte. Este nos orientó hacia un consolidado que repara televisores Rubin, Krim y Caribe, ¿?, donde un amigo suyo puede que nos consiguiera la
dichosa lámpara. Nada. ¡Nada! Desistimos. Iríamos a por las motas.
La media mañana se presentó más tibia que fría. El cielo muy azul no tenía una sola nube. Los habaneros, más mulatos que nunca antes, desatendían sus deberes, obsesionados con las licras cebradas verticalmente que enormes culos ostentaban
orgullosamente. Ningún letrero político afeaba el ornato público. Sólo uno que me descocó. Pintado cuidadosamente sobre una pared que sustituye una vidriera. Su texto: Fidel contigo hasta la eternidad.
Las motas de pulir, ídem. Aunque incluimos el zoo de la calle Reina. Espeluznante.
De vuelta, mis pies destruidos, aprisionados por unas botas militares compradas underground, entraban en el viejo Ten Cent de Galiano. ¡Horror! Dentro del vacío y destartalado local había un centro atestado de merolicos con sus timbiriches. ¡Allí estaban las cajas
de bolas! Claro que nada de diez centavos, costaron treinta pesos cada una. Necesitábamos dos. El salario de una quincena de muchos trabajadores cubanos dejó mi bolsillo. Recordé los apple pies y los club sandwiches de pavo, los donuts de fresa y las pastillas de altea. Mi niñez.
'Mi amol' siguió camino propio. Yo, derrotado por el cansancio bajé, usando esta vez la calle de los Obispos. Cojeaba por un naciente callo plantal en el pie izquierdo. Deseaba llegar cuanto antes a Lamparilla y Mercaderes para tomarme una taza de buen café doble. Intenté,
lográndolo, no tener encuentros fortuitos. Sólo me detuve a admirar una hermosa pieza de cerámica rakú. La nueva perfumería, inaugurada la semana pasada, más adelante la visitaría.
Sólo las cajas de bolas No. 202, la Corte de los Milagros y el cansancio. Terrible cansancio. Hartazgo.
Mientras escribo estas líneas, en la Torre de Oro, colindante a Mercaderes #2, turistas mexicanos con sus respectivas jineteras y pingueros, cantan a todo pecho esa canción que dice: La vida es un carnaval... Kiri te Karrawa ya no se escucha. Son las cuatro de la madrugada.
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