El fin del mundo no comenzará en París
Germán Castro, Cuba Press
LA HABANA, febrero - Los milenaristas pueden estar tranquilos. Que el mundo no se haya acabado en julio de 1999 no significa que ya esté a salvo. Y el hecho de que Nostradamus, al augurar el ascenso al poder de Hitler, haya pronunciado en vez de este nombre el aproximado "Hister"
puede servirles de estímulo. La astrología, señores, no es una ciencia exacta, ni siquiera hoy. Imagínense en el siglo XVI.
Pero más que el desliz cronológico de la predicción, me interesa reflexionar sobre el geográfico, porque de cierta manera se sale del terreno místico. Aunque no es el astrólogo francés quien tiene la culpa, sino un modisto español contemporáneo,
de nombre Paco Rabanne.
Este señor aseguró el año pasado que París sería destruido el 11 de agosto cuando la estación Mir le cayera encima, a las 11:22, coincidiendo con un eclipse de sol. Pero la nave no cayó. Como se sabe, la Mir continúa en órbita como
si nada, cargando con sus 13 años de explotación y 1,500 fallas técnicas, si bien vacía y predestinada, no a la Torre Eifel sino al fondo del Pacífico, cerca de Nueva Zelandia, el cementerio espacial.
Y si no, hay un fuerte candidato, mucho más a propósito que la Ciudad Luz, para blanco de la tragedia: La Habana. En esta controversial ciudad hay una especie de imán que, desde hace varios años, atrae invisible, lenta y silenciosamente a toda una flotilla de satélites
y naves espaciales o su equivalente. El impacto es progresivo, y su intensidad más aguda dura ya 10 años sobre una población técnicamente desvalida.
Aquí, por ejemplo, no tendría sentido convertir el augur apocalíptico en motivo cultural, como hicieron los parisinos, e imaginar un planeta ocupado por "robots" (así, con "t"), al estilo de Chris Burden, pues nuestra indigencia tecnológica
y de crisis social se aviene mejor con un mundo de "robos" (así, sin "t") e individuos que, por su conducta, recuerdan "robots" (así, otra vez con "t"). Representación que sería, eso sí, muy barata.
Asimismo, nuestras mujeres, aunque reciban dólares de Miami, no podrían adquirir, como sí hacen las japonesas, corpiños "Armagedón-bra" con sensores para avisar el inicio de la tragedia. Ellas tienen que conformarse con la carestía, sensor por
excelencia que, desde hace cuatro décadas, les informa sobre la catástrofe.
Tampoco habrá un cubano -eso es obvio- que pueda darse el lujo de tomar un charter y llegarse a Haifa, el Armagedón del Evangelio, para presenciar en el teatro bíblico lo que supuestamente será el inicio del cataclismo. ¿Quién lo invitaría y le
pagaría el pasaje, la estancia y, lo más probable, el trámite migratorio cuando se niegue a regresar, si el comienzo del fin está ocurriendo en su propia ciudad?
Y si coincidimos con algunos místicos y pensamos que esta calamidad puede estar relacionada con una revista musical, entonces la capital de Cuba goza de una singular ventaja. El caos es su clima, y Tropicana -con el alcohol, los tambores, las mulatas, la pasión y los espejismos- su
centro.
Y hay más señales: Aumenta sustancialmente el delito, crece a ojos vistas la represión, huyen de la isla cada vez más gente, sube de forma alarmante el índice de suicidios, se extiende con brutal agresividad la lista de ahogados en el Estrecho, se desmembran
con tristeza cada día un número mayor de familias, pierden más y más heroicidad los héroes, hasta el desaliento, se derrumban otros edificios y se recrudece el odio disfrazado de amor, que es el camuflaje más temible del Anticristo.
Sólo si se visita La Habana y se recorre a pie, como hacen la mayor parte de los cubanos, se comprenderá: EL FIN DEL MUNDO YA COMENZO. Pero no en París.
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