Un atrevido escritor de La Habana
Jorge Diego Rodríguez, Cuba Press
LA HABANA, febrero - En un lugar de La Habana, de cuyo nombre no quiero olvidarme, no ha mucho tiempo que vivía un ciudadano de los de pluma en su escritorio y olfato ligero. Una olla de algo más arroz que frijoles, plátano las más de las veces y alguna ración
de proteína por añadidura, aportaban las tres cuartas partes de su riqueza. El resto de ella concluía en un camisón, calzas de mezclilla, pantuflas de poliespuma y un pitusa (jean) de los más baratos.
Frisaba la edad de nuestro ciudadano una madura juventud; era de complexión atrevida, vencedor del miedo a diario, enjuto de bienes, gran madrugador y amigo de la caza de denuncias. Quieren decir que tenía en sobrenombre de independiente o disidente (que para el mundo en esto no
hay alguna diferencia en los que de este caso se escribe), aunque por conjeturas inverosímiles de algunos malintencionados se le ha tildado de anexionista, o de loco. Pero esto importa poco en nuestra historia; basta que ella no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho cubano, los ratos que estaba en acción (que eran los más del año), se daba a leer folletos y libros de todo tipo, lo mismo nacionales que extranjeros. Y lo hizo con tanta afición y provecho que olvidó aún los pocos
billetes de su bolsillo.
Entre las cosas que leyó no le parecieron mal muchas de las que había compuesto él mismo, porque la claridad de su prosa y sus intrincadas razones le parecían de perlas, modestia aparte.
Con estas razones fortalecía el hombre su juicio. No estaba muy bien con las heridas que doña Democracia daba y recibía en el mundo, porque se imaginaba que por grandes maestros que la hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices
y señales. Pero, con todo, alababa en su musa aquel afán de su pluma con la promesa de aquella inacabable lucha, y muchas veces, a causa de las persecuciones, le vino el deseo de arrojar el bolígrafo y darle fin al pie de la letra, como muchos quisiesen; y sin duda alguna lo
hiciera y aún acabara con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran en su conciencia.
Culminado este capítulo, el atrevido escritor de La Habana se apresuró a hacer su epílogo: Y con esto cumplirás con tu noble profesión, aconsejando bien a quien mal anda, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido uno de los primeros en gozar del
fruto de mis escritos, aunque sólo fuese una parte de lo deseado. Pues no ha sido otro mi deseo que buscar la verdad y poner en aborrecimiento de los hombres fingidos y disparatados razonamientos e historias, que por las de mi pluma van ya tropezando y han de caerse del todo sin duda alguna.
Vale.
Nota: hemos utilizado intencionalmente un español arcaico a la manera en que lo hizo Cervantes en El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha).
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