CUBANET ...INDEPENDIENTE

16 de febrero, 2000



Sopa amarga

Iván García, Cuba Press

LA HABANA, febrero - Si usted camina por las adoquinadas calles que rodean a la Catedral de La Habana, en la parte vieja de la ciudad, es casi seguro que tropezará con una docena de cantantes independientes que en 10 minutos recorren el pentagrama musical cubano.

Desde Sindo Garay a Compay Segundo, pasando por Silvio Rodríguez y la Charanga Habanera. Cualquier tema. Tras terminar la serenata, calladamente pasan el sombrero, para que el turista deposite algunos dólares. En uno de los tantos cafés al aire libre cercanos a la vetusta iglesia, dos músicos viven precisamente de amenizar meriendas, tragos y almuerzos.

Un dúo original

Pablo Muñoz, de 28 años, la voz prima, al principio se avergonzaba. Se sentía un inútil. Graduado de canto lírico en la escuela superior de arte, soñaba con ser un Luciano Pavarotti o Plácido Domingo y llevar su bel canto a la Scala de Milán.

Los 311 pesos (unos 15 dólares) que cobra mensualmente en la empresa artística para la cual trabaja como tenor operático no le alcanzan para pagar casa, luz, teléfono y gas. "Mi esposa no trabaja. Tiene que cuidar a nuestros dos hijos, jimaguas por demás". Pablo encontró la solución gracias a un amigo, quien le sugirió probar suerte "haciéndole sopa" a los turistas.

No tiene licencia. Pero la policía está tan ocupada en combatir el ejército de atracadores y jineteras que pululan por los sitios donde concurren turistas, que pasa por alto a los "free lancers" de la música.

Muñoz comenzó cantando solo. Se ponía un viejo traje negro con olor a naftalina. Bajo un sol que raja las piedras, entonaba pasajes de "Carmen", "Tristá e Isolda", "Otelo" y la "Oda de la alegria".

"Los extranjeros pasaban... y me miraban como si fuera un vagabundo o un loco con manía de cantar ópera". Justifica su fracaso diciendo que "muchos de los que visitan Cuba son incultos, vienen a tomar mojitos y disfrutar de las negras y mulatas".

En caso de querer escuchar música, los visitantes prefieren menear ridículamente sus caderas al son de ritmos afrocubanos, o la timba agresiva. Esa realidad contribuyó al fracaso inicial de Pablo. "Llegaba a la casa con el estómago vacío y los pies destrozados. Había días que caminaba hasta ocho kilómetros y sin un dólar en el bolsillo".

En la penumbra de la sala, su mujer trataba de acallar el llanto de los jimaguas meciéndolos a los dos en un destartalado sillón. "Tenía que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas". Inclusive pensó en suicidarse. Mas la sangre no llegó al río.

Payaso en escena

Ese domingo, recuerda Pablo Muñoz, amaneció lluvioso. Al mediodía tocó a su puerta un viejo amigo. "Era Agustín Alonso, de 38 años, graduado de payaso en la escuela de circo de Oleg Popov en Moscú". Agustín venía cargado de desgracias. Luego de vaciar entre los dos un litro de ron de cuarta categoría y teniendo como fondo un viejo disco de Enrico Caruso, Agustín le dio una luz.

Así fue como un ex payaso y un tenor frustrado le dieron un vuelco a sus vidas. Agustín sugirió usar vestimenta deportiva: short, pulóver y tenis. El repertorio también sufrió un giro de 180 grados. Con Agustín tocando un par de maracas y haciendo de voz segunda y Pablo con una guitarra de cajón prestada, empezaron a cantar lo que a los extranjeros les gustaba.

Como una cotorra repetían, hasta 20 veces al día, el estribillo de la canción de Compay Segundo "Alto Cedro, voy para Marcané, llego a Cueto y voy para Mayarí..." Después Agustín, con su risa de payaso profesional, pasaba la gorra. (Antes del triunfo de la revolución los artistas ambulantes subían a cantar en tranvías y ómnibus y cuando terminaban "pasaban el cepillo", una práctica que fue tomada de la Iglesia Católica de pedir contribuciones a los fieles).

Pablo recuerda que tuvo que hacer de tripas, corazón. "Me sentía un mercenario. Porque no solamente interpretaba música popular cubana, sino cualquier balada insulsa que internacionalmente estuviera de moda. Pero al menos nos buscábamos entre 20 y 40 dólares diarios cada uno. Hubo días en que llegamos a 100".

Sonríe. Reconoce que su vida mejoró. Por supuesto, ya no piensa en ahorcarse. Todavía lo invade la tristeza cuando piensa en ello, pero la ilusión de cantar algún día en el Metropolitan de Nueva York o la Scala de Milán murió definitivamente.



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