Apología del mito
Manuel Vázquez Portal, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, febrero - En una esquina de La Habana hay un hombre cansado. Es la imagen del mito que se instaló en la Isla. Su perfil sintetiza la agonía del necio. Un hombre sin mirada, sin sueños, sin plato ni esperanzas, puede llamarse Alejo o Severino. Ser pintor o mecánico,
cristiano o comunista. Dice que está cansado. Su cansancio es común y nos viene de lejos. Es náufrago en su barrio, niño extraviado en su propia casa. No halla la razón de su fatiga. Amaneció de viejo sin haber vivido.
La vida se le fue de una consigna en otra. No tuvo tiempo para contarle al hijo que el señor de la foto era su abuelo, y el niño le creció admirando a otros héroes. Es un desconocido de sí mismo. No sabe cómo piensa ni si alguna vez pensó. Repitió
de memoria lo que oyó en las tribunas. Subordinó sus brazos, amaestró sus piernas, amordazó su lengua, encegueció sus ojos. Fue un manso militante de la épica sin fin.
Su mal llegó de pronto. Viejo, débil, cansado, se descubrió en la esquina. No vio cómo torcía hacia otra dirección el turbio timonel. De repente su mundo era otro mundo. Un mundo muy distante del que el astuto mago sacaba del sombrero. Las fuerzas que
gastó lo dejaron sin fuerzas. Los sueños que soñó lo dejaron sin sueños. El tiempo era otro tiempo, y el suyo había acabado. El mago lo gastó ensayando sus trucos.
Sólo queda en una esquina de La Habana un hombre muy cansado. Mira pasar los autos y ya no los anhela. Ve partir los aviones y no pretende viajes. Aspira los perfumes y los acepta ajenos. Sabe que los hoteles son lujos de extranjeros; los bares luminosos, predios para turistas. Es un
hombre con las ansias podridas.
Va a repasar su vida. Suda copiosamente en un cañaveral. Enarbola el machete para una foto histórica. Le queda ese sudor por el que no cobró. Vigila tercamente el horizonte oscuro, mas la muerte no vino a consagrarlo. Vilipendió a su hermano, y hasta dejó de
hablarle, y después le orientaron que fuera a recibirlo con los mejores modos. Disciplinado y mudo, obediente y sin dudas transitó por la senda que le fueron trazando. Guarda sus dos medallas y sus siete diplomas. Si no sobresalió fue porque la igualdad sólo necesitaba
modestos compañeros.
No sabe si feliz o atormentado pero llegó hasta aquí. Ningún heraldo vino a avisarle el final de su viaje. Y aquí lo espera un hombre que él mismo no conoce, un hombre que le dice, desde sus propios huesos y con su misma voz: "Vamos renqueando, viejo, que
ya llegó el momento en que nadie te engaña".
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