CUBANET ...INDEPENDIENTE

8 de febrero, 2000


Las ciudades del Cid


Miniatura de José Cid hecha a mis hijos pequeños en 1977.
Es propiedad de ellos.


Tania Díaz Castro, Grupo de Trabajo Decoro

LA HABANA, febrero - El pintor y poeta José Cid Rodríguez pisó tierra cubana en 1950, ya cumplidos sus treinta años de edad e impulsado por el amor a una criolla con quien sostenía relaciones epistolares y por el deseo de prosperar, como ocurrió por esos años a tantos inmigrantes procedentes de distintos países.

Venía de una ciudad española más antigua que el Cristianismo: Cartagena, situada el fondo de una pequeña bahía, protegida de los vientos. En los años que nuestro pintor marchó ya era una ciudad comercial de importancia, con su gran dique para la construcción y reparación de buques mercantes y de guerra y la exportación de minerales extraídos de las montañas vecinas.

Comenzó a pintar a los 50 años de edad y muy pronto se dio a conocer entre los intelectuales cubanos y extranjeros que lo asediaban con el fin de adquirir sus obras. Se trataba de pintorescas y bellísimas ciudades que pudieron haber existido en civilizaciones anteriores.

No faltaba en cada una de ellas un toque poético, un detalle curioso o anécdota humanos. Siempre un solo personaje. A veces asomado a una ventana o por el camino, acompañado de un perro, una niña en pos de una mariposa o aquél que prefirió ahorcarse en el patio de su casa.

Para plasmar sus ciudades sobre papel usaba una técnica primitiva, no exenta de un curioso aliento ingenuo que se regía por una perfecta distribución de elementos. Estas formas estaban compuestas con gran meticulosidad, líneas bien proporcionadas y planos exactos o claro-oscuros para el ambiente diurno que se imponía en todas sus obras. Se trataba de un estilo muy peculiar que se enfrentó con gran éxito a las corrientes y tendencias de aquellos años.

Sumergirnos visualmente en una obra de Cid era una verdadera experiencia sobrecogedora. Una extraña belleza y el silencio que se imponía como un presagio indescifrable nos hacía meditar. Esas ciudades, pienso al cabo del tiempo, se propusieron simbolizar la desolación no sólo de su autor a través de calles y avenidas desiertas, sino también la de una urbe como La Habana, condenada a un régimen totalitario. Es por eso que sus obras destacaron el vacío existencial que años más tarde la escritora cubana Zoé Valdés definiera como "la nada cotidiana".

Le pregunté un día al amigo por qué todas sus ciudades estaban deshabitadas y me respondió que era mejor que el arte no reparara en aquéllos que en una ciudad estaban obligados a callar, simular.

En agosto de 1977, junto a más de cien escritores y pintores, entre ellos la autora de estas líneas, José Cid fue expulsado de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Había pertenecido durante años a sus secciones de Artes Plásticas y Literatura, y de él, este organismo había editado dos libros, uno de poesía y otro de sus cuentos. De esta forma fue privado de ejercer sus derechos como creador por razones que nunca -me consta- le expusieron.

Vivía de forma sencilla junto a su esposa y sus numerosos hijos. Pintaba desde muy temprano en la mañana hasta la una de la tarde. Era una persona de suaves modales y muy educado. Mantenía, de forma inalterable, una innata elegancia. Era además tímido y discreto.

Con voz herida se quejaba por haberse quedado, no fuera del banquete -porque los escritores jamás los tuvimos- sino simplemente de la puerta con tanto frío.

El totalitarismo echó también garras sobre él, desgajándolo desde dentro y poco tiempo después murió, más de tristeza que de enfermedad física. Ni por la mente nos pasaba defender nuestros derechos civiles, protestar, rebelarnos, para salvar nuestra identidad como creadores. Si lo hubiésemos intentado, por esos años en que nadie escuchaba, habríamos caído en un pozo mucho más profundo y tenebroso: el de la soledad total.

Sin embargo, sin darnos cuenta comenzamos a sentirnos un poco libres, algo independientes. No estábamos ya atados a nada. Cid pensaría hoy lo mismo que yo si la muerte no lo hubiera sorprendido en los primeros meses de 1979.

Mucho después supe que había dejado inconclusa su última ciudad. Fue un gran privilegio haberlo conocido. Nunca más he vuelto a tener un hermano tan especial.

Las obras de José Cid apenas están en nuestros museos o galerías de arte. Sólo algunas adornan los hogares de ciertos escritores que fueron sus amigos. Porque el magnífico trabajo de este creador no interesó a los organismos que dirigen la cultura nacional y el resultado ya sabemos cuál es. José Cid está libre de culpas. También las ciudades que fabricó con sus manos de poeta.



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