La casa se
cerró
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, diciembre - Cuando pasan los años, si hemos crecido en el
conocimiento interior y exterior sobre el mundo que nos rodea, el encanto de
vivir se va debilitando si no hay cambios. Los espíritus aventureros, por
ejemplo, una vez que han escudriñado los más ocultos rincones de
una ciudad, y conocen los resortes y mecanismos que la animan, para continuar
respirando han de partir hacia otros lugares con leyes y gente diferente. Estas
personas son bebedores apurados del vino de la existencia, aunque su destino les
tenga reservado 100 años de su vida. Viven como si dispusieran de poco
tiempo. Por eso la pérdida de la infancia no es otra cosa que el
conocimiento de las cosas. Por eso se habla con tanta insistencia de que en el
Paraíso seremos como niños y jamás conoceremos al HACEDOR. "Entrarás
al Sendero de la Luz, pero jamás alcanzarás la Llama". Ojalá
que así sea. Ojalá que la vida en espíritu sea un avenida
siempre diferente donde nada nunca se repita.
La Isla de Cuba, en cambio, se ha convertido en una eficiente fábrica
de tristeza, dolor y agonía existencial. Nuestras ciudades, nuestra
sociedad, fueron paralizadas el 1 de enero de 1959. No hubo más renovación.
La casa se cerró y ni siquiera la llave de San Pedro ha podido abrirla.
Nunca más el aire que respiramos ha sido renovado. Vivimos la atmósfera
asfixiante de un museo abandonado donde está prohibido cambiar el sitio
de las cosas. Cuba es la sinfonía con un solo timbre; la obra literaria
con la misma escena; la pintura cuyos colores no guardan relación sin
objetivo alguno; la escultura desproporcionada que se ha convertido en un
Frankenstein inútil.
Si todo cuanto hasta aquí se ha dicho es una falsa especulación,
hagámonos entonces una sola pregunta: ¿Por qué Cuba, de país
de emigrantes antes del año 1959, ahora es una potencia mundial en
materia de emigrados?
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