La
nostalgia es un arma caliente
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, diciembre - La cultura oficial cubana vistió sus mejores
galas y santificó a John Lennon. Desde luego, no sin crucificarle casi 40
años atrás, cuando censuró al estilo Colonia Española
a la música de los Beatles y a toda canción cantada en inglés.
Una anciana comentó irónicamente el develamiento habanero de una
escultura de John Lennon, al decir que "me parece muy bien; pero me gustaría
ver en mi ciudad estatuas de Shakespeare, Longfellow y otros representantes de
la cultura inglesa y norteamericana".
Nada mejor que el pensamiento positivo, sobre todo cuando la nación
cubana está formalmente amenazada por la injusticia de ver cortadas sus
comunicaciones telefónicas con los Estados Unidos. Sea por la razón
que sea, justicia a favor de quien la merezca, el fin no justifica los medios.
John Lennon, estatua en un parque de La Habana, parece aconsejar paciencia. Por
lo menos dos generaciones de compatriotas lucharon para llegar al momento de
tenerle así, como listo a conversar, vencida una de las tantas censuras
del poder isleño. Aún quedan en las azoteas los restos de las
antenas artesanales con las cuales se escuchó "Yo soy la morsa",
casi 40 años atrás, gracias al servicio latinoamericano de la BBC
de Londres.
Por lo menos, honradez. Fidel Castro se negó a sentarse al lado de la
recién inaugurada estatua de Lennon y afirmó que ello sería
un acto de demagogia. Claro: depende de quién. Miles de compatriotas no
pecaron de demagogos, porque no tienen de qué arrepentirse. Ni siquiera
por aquellos robos de discos practicados en las fiestas de los adolescentes
cubanos de los 60. Discos de Los Beatles, que se sepa.
El Plátano, de hecho el Caballero de París de la era del
picadillo de soya, casi hierve de ira. Pero en su rara lucidez de discapacitado
mental, una profecía se abrió paso a través de sus ropas
sucias y el botín extraído de los tanques de basura: "Tengan
cuidado, no vaya a ser que la estatua de John Lennon se convierta en un lugar de
peregrinación, como lo es la tumba de Jim Morrison en Pére
Lachaise".
Ricardo Alarcón, diputado por mi barrio y encargado del discurso
develador del monumento, expresó que "será este lugar, para
siempre, un testimonio de lucha, una convocatoria al Humanismo; será
también homenaje permanente a una generación que quiso transformar
el mundo, y al espíritu rebelde, innovador, del artista que ayudó
a forjarla y es uno de sus símbolos más auténticos".
Palabras ciertas, sin dudas, sólo que no en el sentido dado por Alarcón.
La generación de Lennon terminó por transformar el capitalismo,
derribó el Muro de Berlín y creó el Internet. Si hoy la
agenda del llamado Tercer Mundo avanza cada vez más hacia las prioridades
del Nuevo Milenio, no es gracias al "odio como factor de lucha" de
Ernesto Guevara, sino al "hagan el amor, no la guerra". Aquellos
chicos pelilargos que adoraron a John Lennon no perdieron el sendero de la
libertad, entre tantas tentaciones del totalitarismo como las que ellos
sintieron. Su disidencia creó nuevas disidencias; su protesta profunda
halló los cruces institucionales de la paz y el amor, aunque aún
la corona de espinas ciña al castigado planeta.
La nostalgia es un arma caliente. Y, contrariamente a lo dicho por Ricardo
Alarcón en el discurso de marras, sí "nos reúne".
Aunque nos corten el teléfono.
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