LA HABANA, Cuba. – En mayo de 1920 el mundialmente famoso tenor Enrico Caruso llegó a La Habana para cumplir con un jugoso contrato de 90.000 dólares a cambio de varias presentaciones durante la temporada de ópera del Teatro Nacional, antes Teatro Tacón.
Transcurría el mandato del presidente Mario García Menocal y el país atravesaba momentos de turbulencia política y social, a pesar de la bonanza económica que había llegado con la subida de los precios del azúcar, y que fue conocida como el período de “las vacas gordas”.
Facciones opositoras al Gobierno colocaban bombas en distintos puntos de la ciudad, con el objetivo de amedrentar a los ciudadanos e instaurar un ambiente de inestabilidad política. La Tesorería Municipal, el hotel Ambos Mundos y las obras del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, fueron blanco de los explosivos colocados por los anarcosindicalistas.
En tal escenario Caruso preparaba su voz, ya resentida, para interpretar a Radamés en Aida, de Giuseppe Verdi, un clásico que el público habanero esperaba con ansiedad. Las actuaciones del tenor transcurrieron en calma, ovacionadas por la delirante audiencia, hasta la noche del 13 de junio en que un paquete inofensivo, oculto en el baño del teatro, estalló con más ruido que daño, pero regando el pánico entre los asistentes.
Ataviado con la indumentaria de su personaje, Caruso salió por una puerta lateral y echó a correr por la calle San Rafael. No había avanzado más de dos cuadras cuando llamó la atención de los gendarmes por andar “vestido de mujer”. A pesar de las protestas, el napolitano terminó en la estación de policía, de donde tuvo que ir a sacarlo el embajador de Italia en persona. Un año más tarde, el aclamado tenor moriría de cáncer de garganta.
Cuenta la historia que el explosivo había sido colocado en el teatro por un niño vendedor de periódicos, a cambio de 40 centavos. Ese niño, cuyo nombre era Luis Pérez Espinós, llegaría a ser ministro de Educación en la década de 1940, durante los gobiernos auténticos.