VILLA CLARA, Cuba. ─ Sobre una bicicleta china adaptada para ancianos, desprovista del soporte principal del cuadro, Luis Silverio hace su recorrido diario para vender maní tostado por Santa Clara. Ha adosado a su medio de transporte un cajón plástico sobre la parrilla y otro armazón cuadrado a la parte delantera en el que traslada el recipiente con sus cucuruchos y un pequeño pomo con desinfectante de manos. Trae un nasobuco con la figura de un abuelo bordado que se le asemeja y que apenas le revela el rostro.
Las venas hinchadas de las manos de Luis descubren jornadas interminables de algún trabajo riguroso anterior. A sus 76 años, la necesidad de cuidar de los suyos, de proveer el alimento a su familia, lo ha llevado a desandar las calles, exponiéndose a un posible contagio por COVID-19. Sin embargo, no encuentra otra alternativa posible.
Durante mucho tiempo, Luis trabajó en el Ferrocarril cambiando traviesas y raíles, dando “pico y pala”, explica.
“Yo vine para Santa Clara con 38 años desde la manigua de Báez. Tuve que dedicarme a esos trabajos fuertes porque era lo que más dinero me daba para sufragar los gastos hasta que pude jubilarme”.
Luis aprovecha las largas filas que se forman frente a la tienda MLC, en las cercanías de uno de los edificios de doce plantas de la ciudad, para vender a dos pesos cada cucurucho y algún que otro dulce a base de maní.
“Yo mismo lo tuesto y lo muelo, aunque ahora mismo tengo mucha escasez de maní y azúcar. Las raspaduras que yo vendo son las originales, como las de la canción de Haila. También hago pudines y bolitas acarameladas. Algunos vecinos me venden o me regalan el azúcar para que yo pueda seguir con este trabajito”.
Para mantener el negocio de los cucuruchos, este manisero debe comprarle el producto a otra persona que lo cosecha. Sin embargo, en los últimos tiempos, ha habido fallos con la entrega.
“Frente a la shopping por dólares siempre me los arrebatan. El maní tiene propiedades energizantes y así la gente se entretiene en la espera. Hasta el papel está perdido, pero yo no uso libros viejos para los cucuruchos”.
La esposa de Luis padece de cáncer desde hace 18 años. De no salir a las calles a vender maní no le alcanzaría su jubilación para mantener el costo de esa enfermedad.
“Con lo que hago, ayudo a comprar sus medicamentos. Anoche mismo tuve que llamar una motoneta para llevarla al policlínico y nos costó 60 pesos”, añade.
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La calidad de vida de muchos ancianos se ha visto afectada por la subida de los precios en el sector estatal y la ausencia de productos que antes se comercializaban en las tiendas recaudadoras de divisa. No resulta casual la minúscula presencia de personas de la tercera en las filas de los mercados MLC (moneda libremente convertible). Muchos jubilados han debido emplearse en labores informales para poder sobrevivir en tiempos de crisis y pandemia, enfrentándose a largas jornadas de trabajo y a la misma enfermedad. Al verse imposibilitados de realizar trabajos que impliquen grandes esfuerzos físicos, se dedican a la mensajería, la venta de útiles del hogar o la reventa de cigarros y jabas de nylon que suelen pedir en las tiendas, lo cual los expone a la vulnerabilidad propia de las aglomeraciones.
Con extremo cuidado, Javier Díaz toma una de sus púas y la ensarta en la suela de unos tenis agrietados, al que trata de remendar con un pedazo de goma cortada a la medida. Poco a poco va hilvanando trazos con su agujeta confeccionada con varillas de bicicleta. Tiene más de cinco sobre la acera donde trabaja como zapatero remendón, unas más finas que otras para usarlas en dependencia al tipo de calzado. Los alfileres metálicos ya no le perforan los pulgares porque ha ganado práctica en treinta años dedicados a la zapatería.
En el suelo hay varios pares que debe terminar esa mañana. Bajo el frescor de una planta alta, en las áreas del estadio Sandino, remienda calzado durante todo el día. Javier tiene 72 años y llegó a Santa Clara desde La Habana con solo un pulóver metido en una bolsa como pertenencia valiosa.
“Aquí me quedé, sin familia, sin conocer a nadie. Tengo que pagar esta área de trabajo que me cuesta diez pesos junto a la patente. Son 187 pesos al mes que debo abonar en total”.
En una provincia tan envejecida como Villa Clara, gran parte de los ancianos aún sostienen la economía de sus hogares con oficios que, si bien no reportan grandes dividendos, al menos garantizan una entrada para gastos mínimos diarios. En estos últimos meses, muchos jubilados se han echado a sus espaldas el consumo de todo un núcleo familiar, ya sea porque sus parejas no están aptas para trabajar o porque conviven con hijos e hijas que quedaron cesantes durante el cierre de determinados negocios por cuenta propia.
El alto costo de la alimentación, unido a los precios de los productos de la canasta básica, influye en que personas mayores de 65 años busquen alternativas de trabajo y ocupaciones generalmente rechazadas por los jóvenes, dados a otro tipo de empleos más cómodos o mejor remunerados.
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A unos metros del zapatero, Juan Pablo Núñez tiene su puesto de limpiabotas. Sus manos lucen manchadas, pero sus zapatos, en cambio, exponen una negrura homogénea y lustrada. Está sentado sobre una silla con ruedas de cojinete conocidas como “cajas de bolas”, para deslizarle hacia los lados, en dependencia de la altura y el ancho del cliente que se le postre delante. Al lado de la butaca que se levanta sobre su cabeza hay tres o cuatro pomos plásticos con betún y un mazo de cilantro. Hoy no han llegado tantos clientes, pero le han dejado varios pares de zapatos a su cuidado, incluyendo zapatillas de tela que necesitan un retoque de color.
“En Cuba nadie bota los zapatos, aunque estén despintados”, afirma.
“Antes había más limpiabotas, ahora quedo yo solito en esta zona. Mi viejo, que tiene 91 años, se dedicaba a lo mismo que yo, pero ahora no sale de la casa. Este oficio es muy antiguo, de los años del capitalismo. La verdad que no es para enriquecerse, da muy poco dinero. Esto me da para la comida nada más”.
A pesar de lo difícil que le resulta conseguir el betún para los zapatos en un país donde los trabajadores por cuenta propia no cuentan con un mercado mayorista, Juan Pablo ha decido mantener precios asequibles. “Si lo subo mucho, pierdo a mi clientela, a pesar de que la tinta me cuesta muy cara porque es importada. Desgraciadamente, los tiempos han cambiado y los muchachos nuevos ya no pulen zapatos. Ojalá lo hicieran, porque esta es la única entrada que tengo”.
Quedarse en su casa tampoco es una opción viable para Ignacio Medero. Tiene las piernas hinchadas y se ha detenido cinco minutos a la sombra para descansar y secarse el sudor de la frente. Arrastra por las calles un carro ruidoso en el que reparte los mandados de cinco viviendas. Por el oficio de mensajería cobra cincuenta pesos al mes a cada una de estas familias. Sin embargo, en ocasiones debe cargar con balas de gas que son vendidas de forma normada en un establecimiento apartado, a cinco kilómetros de su casa. En un día puede realizar ese recorrido más de dos veces si quiere mantener a sus clientes complacidos.
“Si no lo hago, se cambian de mensajero”, confirma.
“Nunca descanso, me duelen las piernas y los brazos. Casi siempre tengo que ir a la tienda o a la casilla muchas veces al día, porque no me caben todos los mandados en mi carrito”, cuenta el viejo de 74 años.
Ignacio vive solo porque su esposa falleció hace algún tiempo y nunca tuvieron hijos en común.
“Yo tengo una hija en Cienfuegos, pero por cosas de la vida casi nunca nos vemos. No fui mal padre ni nada de eso, pero su mamá decidió separarnos y ahora me tengo cuidar yo mismo”.
A principios de este mes, a Ignacio se le cayó el cartón de huevos de una de las familias para las cuales hace el servicio de mensajero. “Tuve que pedir 300 pesos prestados a un vecino para comprar otro por la calle. No son personas malas, pero con la comida en Cuba ya no hay perdón que valga. Ese mes hice muy poco, tan poquito que, por ese gasto, no me pude comprar ni las pastillas de la presión. Prefiero que me dé una ´cosa´ antes que acostarme con la barriga vacía”.
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