LA HABANA, Cuba.- Uno de los preceptos inviolables declarados por la revolución cubana, es el derecho a la educación gratuita y el libre acceso de los ciudadanos a las universidades del país. Este noble propósito ha permitido la graduación de profesionales altamente calificados, muchos de los cuales han puesto su conocimiento y competencia al servicio de mercados laborales más remunerativos, fuera de Cuba.
La diáspora profesional cubana se encuentra diseminada por todas partes y, hasta hace algunos años, decirse graduado de la Universidad de La Habana generaba admiración y credibilidad. Sin embargo, durante y después del denominado Período Especial se hizo notable el descenso del nivel de instrucción en todas las plataformas de la enseñanza cubana, desde la primaria hasta el sistema de educación superior. Las causas de tal declive pueden ser atribuidas, en parte, a la crisis económica que dañó severamente al capital profesional de la nación; pero a ello hay que sumar el cúmulo de malas decisiones tomadas por el Ministerio de Educación, el cual, obedeciendo a la política gubernamental de aparentar que Cuba es “el país más culto e instruido del mundo”, ha convertido la enseñanza universitaria en una obra de caridad, que gradúa por igual a jóvenes talentosos e ignorantes patológicos.
El desatinado Plan de Maestros Emergentes (2000-2001) ha dejado un saldo de varias generaciones de cubanos que arriban a la universidad con problemas de aprendizaje que debieron haber sido subsanados en los niveles de primaria y secundaria. Con ese capital deben trabajar hoy los profesores en las aulas de la Universidad de La Habana –y las restantes universidades del país–, sin dejar de añadir el ignominioso salario de 500 pesos mensuales (unos 20 USD) y la precaria infraestructura utilizada para impartir las clases.
La débil situación financiera del país ha provocado que los profesionales constituyan uno de los principales renglones exportables, especialmente en el ramo de la Salud. Por consiguiente, hay que sacarlos de debajo de la tierra si fuera necesario, para asegurar que este mercado se mantenga reportando beneficios que no se revierten –al menos de modo perceptible– en mejoras sociales. Ante tal disyuntiva, el sistema cubano de Educación Superior se ha visto obligado a bajar el nivel académico, pues poco se puede hacer con los que ingresan a carreras universitarias con problemas de redacción, ortografía y gramática. La solución ha sido exigirles menos y darles más oportunidades de aprobar los exámenes, aunque sea a expensas del desgaste de los profesores que deben aplicar varias veces la evaluación al mismo estudiante. El coloquialmente denominado “sistema de arrastre” permite que los alumnos suspendan una asignatura por semestre, sin que ello impida su promoción al curso siguiente. Se supone que con esta facilidad tienen más tiempo para repasar el contenido recibido y aprobar. Por supuesto, en la práctica esto no ocurre y el resultado es que el alumno se mantienen en la universidad por un período de hasta ocho años antes de decidirse a renunciar, si es que antes el maestro, hastiado de verlo, no le regaló el mínimo requerido para aprobar el año.
Un eminente profesor de Humanidades confesó, a su pesar: “el sistema está diseñado para que los profesores no puedan suspender a los estudiantes”. En su explicación, dejó muy claro que existe un empeño maquiavélico en que todos los cubanos se gradúen de la universidad, aptos o no, como si este país estuviera repleto de genios. Solo a una mente muy retorcida se le puede ocurrir que todo el mundo es capaz de ganarse en buena lid un título universitario.
Para tal despropósito el país destina recursos que son dilapidados por la mala administración y en pupilos que no valen la pena. En 2006 fueron eliminadas las pruebas de aptitud para varias carreras, excepto para Periodismo porque hay que tener muy controlados a los profesionales de la Comunicación. Con la desaparición de este eficaz sistema de decantación, especialidades como Lenguas Extranjeras, Historia del Arte, Filosofía, o Letras, tienen abultadas matrículas de una mediocridad abrumadora.
Para nada resulta extraño que sean precisamente las carreras humanísticas las que sufren esta afluencia de estudiantes, cuya incapacidad docente sepulta toda esperanza de que el pensamiento social, cultural y antropológico cubano se desperece. Las resoluciones orientadas a ultra masificar la enseñanza superior es un remanente de la guerra sibilina que la revolución declaró a las Ciencias Sociales en la década de 1970. Cuanto más controlado esté el pensamiento ideológico, más fácil será que el renqueante sistema político no caiga definitivamente. Toda vez que el exilio –voluntario u obligado– de humanistas competentes le ha hecho un gran favor al statu quo, solo queda inutilizar a las nuevas generaciones.
La última necedad del Ministerio de Educación Superior –anunciada con pompa en la mesa redonda el pasado mes de enero– fue la eliminación de las pruebas de ingreso a las modalidades de Enseñanza a Distancia y Curso para Trabajadores. Si el Ministro de Educación tuviera la más remota idea del pobre nivel de instrucción que caracteriza a la inmensa mayoría de los estudiantes acogidos a dichas modalidades, se guardaría mucho de tomar decisiones tan a la ligera. Pero no puede esperarse otra cosa de un sujeto que no imparte docencia y tiene el cerebro atrofiado por el aire acondicionado de su oficina.
La Universidad cubana es hoy una feliz regata que recompensa por igual al talentoso, al esforzado y al sinvergüenza. No es de extrañar que el fraude pulule en todas sus variantes: desde la venta de exámenes hasta el otorgamiento inmerecido del aprobado para no afectar la promoción.