LA HABANA, Cuba. – El esplendor de La Habana quedó en el pasado. Sospecho de hipocresía, de manipulación, más que de ceguera y chovinismo en esas narrativas “entusiastas” que, de tan divorciadas de la dura realidad que significa habitar y sobrevivir en esta urbe, nos intentan pasar gato por liebre.
Para amar una ciudad o el lugar donde crecimos y existimos, donde nacimos y del que nos alejamos pero que, a ratos o por siempre, llevamos en la memoria, no es necesario mentir, engañarnos, atribuyéndole cualidades que ya no tiene, intentando convertir la miseria en los atributos que no son. No cuando esta es mucho más tenebrosa que simples fealdades y abandonos.
Hoy nuestra ciudad no es solo una plaza abandonada y fea como centenares que se pueden encontrar en todo el mundo, sino que es quizás el “paradigma” de lo inhabitable. Si no, preguntémosles a quienes han recorrido esta larga ruta de abandonos, de “prioridades” ideológicas, de segregaciones y desplazamientos forzados que ya cumple más de 60 años.
Detrás de cada edificio en ruinas, de cada espacio arrasado, incluso donde hoy pudiera haber un gran hotel o el proyecto de alguno, se puede esconder una tragedia pasada o por suceder, un sitio de indolencias y malas voluntades, de pérdidas y lutos, y esas cosas por sí solas restan toda la belleza a cualquier espacio urbano, aunque nos los quieran presentar como vitrinas de una sociedad y de una “voluntad política” de la cual ya hemos ido descubriendo el turbio trasfondo.
¿Cómo se puede admirar un lugar donde morir súbitamente, aplastados por un derrumbe, sobrados de angustias y carestías, es cotidianidad más que una probabilidad, que una fatalidad, que un azar? ¿Cómo —rehenes de un fracaso político, de una debacle económica— podemos continuar diciendo que amamos ese objeto letal del cual necesitamos huir, tomar distancia, para sobrevivir? ¿O es que ese “amor” es apenas la añoranza de lo que se fue, de lo que dejamos morir en virtud de nuestra desidia, de la provisionalidad de una ciudad, de un país, que solo sirve como puente hacia el lugar definitivo, ese que siempre está del otro lado del mar. Nunca aquí y ahora.
Una ciudad que enamora, realmente viva e interesante, jamás será el inventario de unas pocas edificaciones y calles habilitadas, cual escenografía de atrezo, para el goce exclusivo del turista, mientras la gente que la habita a diario, como ciudadanos de segunda categoría, relegados por el visitante extranjero, lo hace como en una guerra perpetua de miedos, insalubridades, prohibiciones, discriminaciones, maltratos, desprecios, groserías.
¿Quién se salva de tanta miseria? ¿Quién es inmune a ella? Por mucho que intentemos ponernos a salvo, ya desde la “prosperidad” económica de un negocio privado o remesa, ya desde el servilismo político y la corrupción, esta indigente ciudad, aun fingiéndose “maravillosa” en medio de tan infortunado país, nos cerrará el paso, a pesar de los “privilegios de casta”, y pronto terminará por hacernos a todos miserables.
La Habana se ha convertido en una ciudad que hiede a toda hora y en todas partes, una ciudad que apesta a orine seco, a cloaca, a basural, a muebles y colchones viejos, a paredes y techos húmedos, a aguas podridas y ropas sucias, a sudores de multitudes hambrientas bajo el sol, a la espera de un milagro, de la escapada o de la muerte.
Hace tiempo, cierto amigo español que visitó La Habana por vez primera para servir como cocinero en uno de sus hoteles, me dijo algo acerca de los olores de La Habana y de la decepción que tuvo al contrastar las maravillas que había leído y escuchado con lo que debió vivir en su día a día, que siempre en su condición de extranjero fue un tanto mejor que la cotidianidad de los cubanos de a pie.
“Una ciudad donde todos cocinan lo que se puede, lo que inventan, y no lo que quieren y sueñan comer, es una ciudad que siempre huele a pobreza”, me dijo con otras palabras. A su modo, esa que describía por sus olores a comidas nauseabundas era precisamente La Habana que nos ha dejado más de medio siglo de dictadura comunista, una ciudad sin pan en la mesa y sin golosinas en los bolsillos de los niños, y tan solo esas dos grandes ausencias la convierten en una ciudad aburrida, triste, apagada, moribunda, a pesar de que en las postales para el turismo los editores insistan en retocarla para hacerla ver como ya no se ve, ni siquiera en los días soleados del verano.
En unos días, este próximo 16 de noviembre, La Habana cumplirá 503 años de fundada, lo que significa un poquito más de medio milenio de existencia. Una edad que en cuestiones de historia universal es casi como la etapa de madurez de una gran urbe, y es el tiempo en que muchas de las grandes metrópolis del mundo comenzaron a renacer cuando lograron encontrar una salida a la decadencia que, como en ciclos que se abren y cierran, sobreviene a las épocas de esplendor. Pero hoy La Habana, como la Isla en pleno, de una punta a la otra, es un callejón oscuro, maloliente y sin salidas.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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