SANTA CLARA, Cuba. – Habrían pasado unos seis meses desde los sucesos en Dos Ríos cuando el campesino José Rosalía Pacheco le señalara a Enrique Loynaz del Castillo el sitio exacto donde había caído el “presidente de los insurrectos”, marcado por un palo de corazón. “Aquí, aquí mismo recogí la sangre de Martí. Vea todavía la huella del cuchillo por donde arranqué a la tierra todo el charco de sangre coagulada para guardarla en un pomo”.
A tres kilómetros al noroeste de Palma Soriano, donde confluyen los ríos Cauto y el Contramaestre, el ejército español causó una única baja aquel mediodía del 19 de mayo de 1895. En vano, el joven teniente Ángel de la Guardia había intentado rescatar al caído creyéndolo aún herido en la escaramuza. A minutos de la retirada y posterior regreso junto a las tropas cubanas, aparecía el caballo Baconao cubierto de sangre como confirmación inmediata de la desgracia.
A pesar de las señas ofrecidas por De la Guardia, quien acompañaba en ese momento a Martí, el general Máximo Gómez aún conservaba la ilusión de que hubiese podido quedarse extraviado en la “confusión de la pelea” o prisionero de la columna enemiga. En carta al coronel en jefe español, solicitó fe de vida o que le comunicaran al menos dónde habían sido depositados sus restos, mas no recibió respuesta de la contraparte. Luego de varios intentos fallidos por recuperarlo y tras el retorno del mensajero que condujo la misiva, asumió la certeza definitiva de la muerte del delegado y futuro presidente de la República en Armas.
Ni siquiera el propio coronel Ximénez de Sandoval, al mando de la columna que ejecutó la avanzada, estuvo completamente confiado de la identidad del abatido hasta que hubo de revisar sus pertenencias personales. En un mensaje posterior enviado a sus superiores, aclaró que el “titulado presidente cayó con cinco balazos” y que la posesión de su cadáver estaba siendo “muy disputada por los suyos”.
Al momento del tiro mortal, Martí era un blanco fácil a la vista enemiga: vestía botines, un saco negro y sombrero oscuro de castor, y en la mano llevaba el revolver Colt con empuñadura de nácar obsequiado por Panchito Gómez Toro, sujeto al cuello por un cordón, del que no fue disparado un solo cartucho.
En su poder tenía un reloj y un pañuelo, ambos con sus iniciales (JM), y varios documentos preciados en los bolsillos: cartas y un retrato de María Mantilla y otras misivas de Carmen Miyares, Bartolomé Masó y Clemencia Gómez dirigidas a él, según reseña el fallecido investigador Rolando Rodríguez en su libro Dos Ríos: A caballo y con el sol en la frente.
También se halló el manuscrito inconcluso de la carta a Manuel Mercado, una cinta azul y el cortaplumas y la escarapela que se afirma pertenecieron a Carlos Manuel de Céspedes. Por múltiples referencias en textos históricos se conoce que el revólver fue entregado luego al general Arsenio Martínez Campos como botín de guerra y que las epístolas se confirieron a los archivos militares españoles.
Tras la debida identificación del cuerpo, que permaneció envuelto en una hamaca, la columna lo trasladó doblado y atado al lomo de un caballo, para depositarlo al pie de un jobo antes de tomar camino a Remanganaguas, donde previamente habían abierto el hoyo de su primera tumba en tierra viva.
Los dos primeros entierros de Martí
Son las tres de la tarde del día 20 de mayo cuando finalmente se le da sepultura al cuerpo de Martí en una fosa del pequeño cementerio de Remanganaguas, debajo del cadáver de un soldado español y solamente con el pantalón con el que iba vestido. Tanto la sortija de hierro como el reloj, cinto, polainas y papeles fueron entregados al mando superior y las monedas que portaba habían sido usadas para comprar tabacos y aguardiente para la tropa que celebraba la muerte del “cabecilla”.
A solo tres días de aquel primer enterramiento, el cadáver fue exhumado para que el médico cubano Pablo de Valencia realizara el proceso de autopsia, embalsamamiento y debido dictamen del fallecido en el que se le describe como “delgado, de estatura regular”, “con una pequeña calvicie en la coronilla, entradas muy pronunciadas en las sienes y frente ancha y despejada”.
El acta también especifica que presentaba una herida de bala penetrante en el pecho con orificio de salida en la parte posterior del tórax, otra en el cuello debajo de la barbilla, una tercera en el muslo y algunas contusiones y laceraciones en el resto del cuerpo. Las vísceras y el corazón fueron extraídos y depositados en la misma fosa abierta, y para mejor conservación del cadáver el doctor le aplicó una solución de alumbre y barniz.
No obstante, debido al avanzado estado de descomposición, se encargó de inmediato la fabricación de un ataúd rústico de cedro con ventanilla de cristal para trasladarlo finalmente hasta Santiago de Cuba, primero sobre parihuelas llevadas por mulos y luego mediante las vías férreas en un vagón de carga del tren de pasajeros que cubría la ruta, según reseña el libro Piedras imperecederas: la ruta funeraria de José Martí.
El féretro del adalid de la nueva guerra hacía entrada en Santiago a las 6:00 de la tarde del día 26 y aunque se aglomeró una multitud en la estación de trenes, el ataúd permaneció escondido en el vagón hasta entrada la noche. A la mañana siguiente, patriotas, conocidos y amigos de José Martí asistieron a Santa Ifigenia para corroborar con sus propios ojos que se trataba de su cadáver.
![Imagen del segundo entierro de Martí en el cementerio Santa Ifigenia](https://www.cubanet.org/wp-content/uploads/2024/05/dos_ri10.webp)
Con el fin de exponerlo ante los incrédulos se le encargó a un soldado español que levantara la tapa y desprendiera las puntillas con su bayoneta. Los testimonios describen una rústica caja de madera precintada por tiras de latas y a un cuerpo “algo descompuesto ya, descansando con la boca abierta y el pelo peinado hacia atrás”. “No había duda alguna, era la misma frente”, escribiría uno de los asistentes.
Poco antes de ser depositado el cuerpo en el nicho 134 de la galería sur del camposanto, el fotoperiodista Higinio Martínez tomaría la única imagen que existe del rostro exangüe de José Martí, instantánea publicada dos semanas más tarde en la primera plana del bisemanario La Caricatura.
Tras una siguiente exhumación, se constataron fragmentos de piezas de ropa, entre estas una corbata de lazo negra, por lo que los historiadores suponen que en Remanganaguas fue vestido nuevamente antes de colocarlo en el sarcófago. Con sumo dramatismo y cierto respeto quizá, Ximénez de Sandoval pronunció él mismo las palabras de despedida alegando: “No vean en el que está a nuestra vista al enemigo y sí al cadáver del hombre que las luchas políticas colocaron ante los soldados españoles”.
Un año después de la tragedia de Dos Ríos y en el mismo lugar marcado por Loynaz del Castillo con una cruz de madera, peregrinarían los generales Máximo Gómez y Calixto García junto a Fermín Valdés Domínguez y un grupo de soldados. Por orden del dominicano, cada uno dejó caer una piedra extraída del Contramaestre sobre el sitio exacto de la caída, hasta formar una pirámide rústica, un acto que se repitió a modo de homenaje durante toda la guerra de independencia.
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