LAS TUNAS, Cuba. — El pasado sábado, ante la inacción cómplice de sus compañeros de trabajo y de la administración, un brasero, peón joven, en manifiesto acto de abuso —tuviera o no la razón—, trepó al camión que cargaban e, inmovilizando sobre la estiba de sacos a su compañero, un trabajador de mayor edad y menores fuerzas físicas y quizás hasta desequilibrado, la emprendió a golpes contra él, lesionándole el rostro hasta hacerlo sangrar por la nariz.
La escena que acabo de narrar no resulta rara en nuestra cotidianidad. Y es que hoy habitan la sociedad cubana —como fruto de familias disfuncionales y de la politización totalitaria de los sistemas de enseñanza, donde priman los dogmas políticos sobre la educación moral y cívica— demasiadas personas cuales animales montaraces, sin autocontrol, en perenne crispación y estado de irritación, conduciéndose, como en el ejemplo que describí al inicio, salvajes, con conductas agresivas, orales y físicas por una parte, que quedan ahí, sin respuesta de las administraciones ni de los colectivos de trabajo o de vecinos.
En Cuba, acrecentando la impunidad, vemos la proclividad delictiva en gruesas capas sociales, haciendo saltar las cifras de criminalidad, sin la debida respuesta policial, jurídica, política y social, transformando la existencia del cubano, de lo cubano, en un perenne estado de zozobra.
En ese contexto —y a propósito del asalto a una vivienda donde dos personas fueron lesionadas por tres individuos armados de machete—, el arzobispo de Santiago de Cuba, monseñor Dionisio García Ibáñez, en un mensaje al pueblo de Cuba pidió la semana pasada que “esta escalada de violencia y la difícil situación que estamos viviendo se aparten de nuestro pueblo, que la vida honesta y segura que necesitamos y merecemos se adueñen de nuestras ciudades y hogares.”
Hace años, monseñor Giovanni Angelo Becciu, por aquella época nuncio en Cuba, me contó que una de sus amistades, al conocer su designación como embajador del Vaticano en la Isla, le había dicho: “Usted va donde no hay creyentes”; pero cuando Becciu me dijo del error de su amiga porque los cubanos somos un pueblo con una gran fe, entonces pedí al nuncio unas palabras para nuestros lectores, respondiéndome él al instante: “Que María sea la verdadera protectora del pueblo de Cuba”.
De tal suerte, y luego encontrándome trabajando en Santiago de Cuba, pregunté a monseñor García Ibáñez: “¿Cómo María puede convertirse en la ´verdadera protectora del pueblo de Cuba´, según palabras de monseñor Becciu?”
“Respetando, que cada uno respete al otro en su dignidad, todos somos hijos de Dios, todos somos iguales y nadie tiene derecho a ponerse por encima de otros”, respondió el arzobispo.
En aquella ocasión dije que, a mi modo de ver, la interpretación dada por monseñor Dionisio García Ibáñez al anhelo que me trasmitiera para los cubanos monseñor Giovanni Angelo Becciu, por entonces embajador del Vaticano en Cuba, tenía la categoría de “milagro”, y así tituló Diario de Cuba el reportaje que escribí en aquella oportunidad, Mientras esperamos por el milagro.
Como expresé allá por 2012 y sostengo hoy, dije y digo que sería un milagro el respeto a los derechos y la dignidad entre cubanos, porque demasiados acontecimientos de la historia de Cuba como nación, y desmedidos desencuentros entre la propia familia cubana, nos confirman que el irrespeto, la agresión, la vulneración de los derechos ajenos, no sólo por el Estado y sus empleados, sino entre los propios cubanos, cada vez más alejan la concordia entre nosotros. Y hoy más que ayer.
Y no sólo monseñor García Ibáñez, sino muchos prelados y juristas especializados en derecho canónigo, en derecho consuetudinario y en la ley natural, no escrita, concuerdan que, incluso siendo ateo, el respeto por la ley de Dios hace mejor ser humano a la persona. Y aunque en la Biblia aparecen con otra expresión, aunque de igual significado, para enseñar los Diez Mandamientos de una manera pedagógica, sencilla, la fórmula catequística expresa el decálogo así:
- Amarás a Dios sobre todas las cosas.
- No tomarás el nombre de Dios en vano.
- Santificarás las fiestas.
- Honrarás a tu padre y a tu madre.
- No matarás.
- No cometerás actos impuros.
- No robarás.
- No darás falsos testimonios ni mentirás.
- No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
- No codiciarás los bienes ajenos.
Y, convengamos que por ser una persona atea, muy bien alguien puede pasar por alto los tres primeros mandamientos, e, incluso, cuestionar qué son actos y deseos “impuros”. Pero nadie en su sano juicio y apegado al principio de buena fe, puede negar que la ley de Dios, es, en sus principios y razón de ser, ni más ni menos, que la concreción de un ser humano justo, respetuoso de sí y de sus semejantes.
En Cuba, ni los mismos legisladores comunistas respetan las leyes que ellos mismos promulgan, ¿cómo respetar la ley de Dios entonces? Y por esa razón, la de codiciar bienes ajenos, consentir pensamientos impuros, mentir, dar falsos testimonios y tomar el nombre de Dios en vano, ya a los comisarios políticos, los generales de los ejércitos y de la policía, a los doctores del Tribunal Supremo, les va resultando difícil reprimir el delito y sanear la “sociedad socialista”, porque los cubanos hace muchos años que enmascararon el séptimo mandamiento, “no robarás”, con una palabra “revolucionaria”, de connotaciones gloriosas, “luchar”, y que en Cuba, suele ser sinónimo de lesionar, hurtar, robar, malversar, mentir… ¡Lástima, por la ausencia del milagro!
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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