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Cuba tiene que estar maldita

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Cuba tiene que estar maldita (EFE)

LA HABANA, Cuba. – Lucía llega a su casa cargada con cuatro mazos de lechuga, una inversión de 40 pesos. También trae habichuelas, zanahorias y un manojo de acelgas, el menos triste que pudo encontrar. Apenas entra en su cocina descarga los bultos, corta los tallos de las hortalizas y las sumerge en un cubo de agua, comprado expresamente para tal función. Durante media hora esas bondades de la tierra que cada día son más caras y difíciles de conseguir, se hidratan hasta recuperar el verdor casi perdido en las tarimas del agro, castigadas por las altas temperaturas y el grosero manipuleo de los empleados.

Con parsimonia las retira del cubo y procede a seleccionar las hojas más sanas, en una labor de meticulosa limpieza cuyo propósito es desembarazarlas de la inmundicia visible y también de la imaginable: las caídas al suelo; el sudor de otras manos; la hediondez que se acumula en los cantones de madera del agromercado, donde los impresentables mazos se marchitan, disuadiendo a compradores menos tenaces que esta mujer diabética de 65 años, aquejada por problemas de colesterol.

Lucía creía que comprar vegetales en semejantes condiciones era el colmo de la miseria; pero las noticias sobre la propagación del caracol gigante africano (Achatina fulica) ha añadido una mezcla de indignación, angustia y asco a la obligada costumbre de adquirir sus vituallas en los pestilentes agros habaneros.

Ella, como el resto de los cubanos, culpa al negligente gobierno por haber permitido que una especie invasora y extremadamente peligrosa entrara a la Isla con el único fin de ser utilizada en prácticas religiosas de origen afrocubano. En un país sin fronteras, reconocido por el escrutinio a veces exagerado de las autoridades, el molusco solo pudo haberse introducido por vía aérea o marítima, ante las narices de los mismos agentes de Aduana que con tanto celo revisan el equipaje de comerciantes y opositores.

Al parecer no hay dinero suficiente con que adquirir la tecnología necesaria para detectar estos visitantes non gratos. Tal vez el funcionario de Aduana aceptó dinero a cambio de hacer la vista gorda, ignorando la amenaza que resultaría para la agricultura y la salud humana. Quizás el caracol hizo su viaje desde África en Valija Diplomática hasta las manos de un general supersticioso que quería hacerse un “trabajo” muy exclusivo.

Lo cierto es que el beneficiario de la contundente hechicería, sea quien sea, probablemente esté a salvo de las nefastas consecuencias que muy pronto comenzarán a experimentar los habitantes de un país insalubre y desprovisto hasta de los métodos para combatir al molusco. Ni la sal ni la cal abundan, y hay comunidades donde los vecinos están recogiendo caracoles africanos por cubetas. Un par de guantes de goma cuesta 3 CUC como mínimo; de modo que mucha gente hace la recolección con las manos cubiertas por jabas de nylon, recurso improvisado que alberga un riesgo considerable.

No bastan las epidemias tropicales que azotan a la Isla todo el año. Tampoco son suficientes la pobreza, el envejecimiento poblacional y la represión. Ahora nos imponen convivir también con una plaga que destruye los ecosistemas y transmite nada menos que la Meningoencefalitis, una enfermedad letal que se creía erradicada por las campañas de vacunación.

No es mal suficiente, al parecer, que las religiones afrocubanas inunden las esquinas de vísceras y animales muertos, confiriendo a La Habana un ambiente nauseabundo y bárbaro. En esta ciudad que la obliga a respirar a medias para no tragarse el mal olor, Lucía se ha visto precisada a incorporar a su lista de gastos varias botellas de vinagre blanco, que actúa como un poderoso desinfectante antibacteriano. Agrega un chorro a una cazuela con un litro de agua y en ella sumerge las verduras ya lavadas y vueltas a lavar, porque al mirarlas no puede evitar figurarse el rastro de baba mortal que el caracol deja a su paso.

Es todo un ritual que la exhausta mujer realiza cada día, concentrada en mantener a raya los infortunios que no tienen remedio. La Achatina fulica se ha extedido ya por doce provincias de Cuba y se han hallado ejemplares en casi todos los municipios de la capital. Aumentan las quejas y denuncias ante las instituciones de salud pública u otras entidades encargadas de velar por el saneamiento de la ciudad. Pero la alarma crece espoleada por el temor de que la población se enferme masivamente en medio de una grave escasez de medicamentos, y la insuficiente producción agrícola del país se vea aún más perjudicada.

Para Lucía, católica practicante, la amenaza del caracol gigante africano es un castigo de Dios a tanta herejía, dejadez y maldad. “Pobre Cuba atrapada entre el comunismo y el cambio climático, para que ahora nos toque también lidiar con esto”, se lamenta no sin ironía; mientras revisa las plantas de su pequeño patio, preguntándose si el fin del mundo empezará por una Isla semidestruida a merced de gobernantes necios.

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