LA HABANA, Cuba.- En los últimos tiempos, agosto se ha convertido en un dolor de cabeza por ser el mes previo al inicio del curso escolar, circunstancia que pone a los padres en situación de estrés porque deben comprar lo que los niños necesitan; desde zapatos y mochilas, hasta pliegos de papel de colores para forrar los libros.
No es novedad que cada uno de estos artículos escasean en Cuba, y cuando aparecen los precios son elevados; pero en esa dinámica de apertrechar a los chicos para la escuela, han ganado terreno otros valores y bienes que, sin ser indispensables, han cobrado la misma importancia que el libro de lectura, los lápices o los cuadernos.
Magaly se levanta cada día a las cinco de la madrugada y cocina sin parar durante toda la mañana. Se dedica a vender almuerzos y con el importe de la venta vive sin lujos, pero sin estrechez. Su nieto, Mandy, recién comenzó la secundaria y como es muy importante que el niño se sienta a gusto en la escuela, su abuela le compró dos pares de zapatos, mochila, medias blancas y calzoncillos, todo de marca. También le compró un reloj y una línea para el móvil.
“Él no es menos que nadie”, dijo la señora con orgullo mientras escogía el teléfono celular que pondrá a disposición del nieto querido, que solo tiene 12 años y no se sabe las tablas. Curiosamente, a Magaly no le llama la atención cuán atrasada es la instrucción del niño; pero sí lo que puede demostrar ante los demás chicos del aula, donde es más importante tener que aprender.
Esta escala de valores que por lo general se observaba entre los adolescentes, se ha introducido en las escuelas primarias. Los infantes están muy pendientes de las marcas; así como de las mochilas y merenderos con la imagen de cualquier superhéroe de la Marvel.
La competitividad escolar basada en el poder adquisitivo hace que los padres se sientan presionados. Es un sistema que cualifica al estudiante según lo que lleva puesto, la merienda que trae desde casa para consumir en el recreo, el monto de su mesada y la contribución de sus progenitores al mantenimiento y embellecimiento del aula de acuerdo a las demandas que, desde el primer día de clases, comunican los maestros.
Para los que sobreviven con salarios estatales, planificados hasta el último centavo, es un asunto difícil de controlar. A menudo los padres parecen confundidos y se culpan por no comprarle a su hijo lo que pide. Incluso quienes opinan que proveer sin tacto ni mesura puede malograr al muchacho, reconocen que les da lástima no poder complacerlo.
“Cuando yo iba a la escuela tenía un solo par de zapatos y si se rompían los tenía que pegar, porque no había otros”, explicó a CubaNet Lázaro Inarti recordando sus años de estudiante durante el Período Especial. También él, que trabaja todo el día en un bicitaxi, tiene un hijo de 15 años al que compró un par de Adidas con la condición de que termine el décimo grado.
Lázaro, como muchos padres cuya adolescencia transcurrió en los años más duros del decenio de 1990, siente lástima de su hijo y se da a la tarea de darle lo que quiere, en lo que considera un gesto protector.
Estos padres traumados, inconscientes del daño que provocan a través de la complacencia excesiva e inmerecida, no ven la escuela como una institución cuya prioridad es cultivar lo esencial. En algunos casos, los patrones de materialismo y ostentación son promovidos por adultos que acuden a las aulas para demostrar su poderío económico, repartiendo entre los profesores regalos caros, que los comprometen sin necesidad de palabras.
Los educadores sufren tantas carencias que cualquier cosa que les pongan en la mano, sea especies o dinero, representa la solución a un problema. El furor infantojuvenil por los artículos de marca es un conflicto menor comparado con la pérdida del significado que solía tener el acto de ir a la escuela.
No es de extrañar que muy pocos padres estén realmente enterados de lo que aprenden sus muchachos en los centros educativos. Cada vez se preocupan menos, convencidos de que hacer del niño o adolescente un signo de la prosperidad familiar bastará para que el profesor repare en él e inicie un sutil proceso de negociación que durará todo el curso. De ser necesario, concluirá con el resultado predecible: diezmo para el docente y ventaja fraudulenta para retoños que, como Mandy, no se saben las tablas ni les interesa aprenderlas, porque padres y abuelos pagan para ahorrarles el esfuerzo.