LA HABANA, Cuba. – “Yo no le alquilo a los cubanos porque son unos ladrones”, responde tajante una mujer que se hace llamar Dori y que tiene dos casas de renta en La Habana pero solo para extranjeros.
Aunque la señora, algo mayor a juzgar por la voz, es cubana, no es necesario sonsacarla mucho para que comience a desbarrar sobre sus coterráneos, atribuyéndoles todo tipo de vicios y maldades solo porque una colega suya en eso del negocio de los alquileres alguna vez fue saqueada por un par de malhechores.
Eso lo cuenta por teléfono la señora después que me presentara como un cubano, del interior del país, que busca pasar una temporada de vacaciones en la capital.
La idea fue de un amigo y ambos probamos investigar un poco, solo por sondear hasta qué punto pudiera resultar esto un fenómeno nuevo en la sociedad cubana donde pareciera que existe una especie de idealización del cliente extranjero, a veces rayana en el culto, al mismo tiempo que crecen los prejuicios contra los cubanos de bajo nivel adquisitivo, los residentes en las provincias orientales o las personas que clasifican como “no blancas”.
La respuesta de Dori, discriminatoria, prejuiciosa y hasta grosera, al menos no cuestionó mi color de piel o incluso mi preferencia sexual porque, en nuestro pequeño experimento, que apenas incluyó una treintena de gestores de renta de los municipios más céntricos de la capital, hubo quienes resultaron bien enfáticos en rechazar a personas gay, negras o “palestinas”, que es el término peyorativo que algunos residentes de La Habana usan para identificar a esos otros cubanos que, desafiando el acoso policial y las leyes que les impiden permanecer en la capital por más de 72 horas, llegan desde las provincias orientales para intentar escapar de esas peores condiciones de vida que hacen decir que “Cuba es La Habana, y lo demás son áreas verdes”.
Habiendo obtenido los datos de contacto en las páginas del sitio digital Revolico.com, en el apartado “Alquiler a extranjeros”, pudimos constatar no solo los precios prohibitivos incluso de cuartos sin conectividad a internet y cuyos mejores atributos son el aire acondicionado, la ducha con agua caliente y el cambio de toallas cada tres días porque muy pocos pudieran garantizar fluido eléctrico las 24 horas o privacidad total.
Uno de los requisitos para hospedar a extranjeros, impuesto por el régimen cubano a quienes alquilen en sus casas, es que estos últimos practiquen un poco el “espionaje”, al obligarlos a “reportar” cualquier “movimiento extraño” o conducta no acorde con los “principios revolucionarios”, así como quiénes los visitan o a quiénes contactan dentro de Cuba, algo que ‒aquí entre nosotros‒ debiera repercutir positivamente en el pago de impuestos, incluso en la exoneración, al hacer de “policías encubiertos” pero nada de eso. “Lo tienes que hacer o te pueden quitar la licencia”, nos advierte uno de estos trabajadores privados.
No obstante, y aunque es temporada baja para el turismo extranjero, nuestro sondeo “juguetón” arrojó que muchos entre quienes poseen un pequeño negocio de renta rechazan alquilarles a cubanos y, si llegaran a aceptarlos, prefieren a huéspedes de piel blanca, de acuerdo con la casi nulidad de respuestas positivas que obtuvimos a los mensajes donde declarábamos que éramos negros. Un comportamiento similar a cuando escribíamos que éramos gais o cuando al teléfono imitábamos la norma de un hablante de Santiago de Cuba u Holguín, por ejemplo.
Rechazos que preveíamos desde el inicio del experimento pero que no dejaron de sorprendernos debido a que buena parte de las personas que hoy cuentan con una vivienda extra o lo suficientemente espaciosa para usarla en este trabajo por cuenta propia, llegaron a ser dueños de los inmuebles ya por haberlos recibido como fruto de la expropiación a sus antiguos dueños que marcharon al exilio; ya por ser pobres y haberlas ocupado ilegalmente a raíz de los sucesos de 1959 o, posiblemente, por haber sido o estar relacionados directa o indirectamente con “dirigentes” o funcionarios del gobierno, exdiplomáticos y exmilitares que, con tales prejuicios, evidenciarían que ese discurso oficialista donde se predica que “todos somos iguales” es solo un montón de palabras en las que ni ellos mismos creen.
Quedaría pendiente el intentar establecer cuántos propietarios de viviendas de alquiler en Cuba son de piel blanca, así como qué porcentaje obtuvo la propiedad por haberla heredado de un familiar que gozó o goza de privilegios políticos. Una tarea bien difícil teniendo en cuenta la escasa información pública a la que pudiera acceder cualquier periodista o investigador en la isla.
Lo cierto es que, en nuestro examen, más de veinte gestores de renta (entre los cuáles no sabemos quiénes son propietarios o no) rechazaron tajantemente alquilar y no porque estuvieran ocupadas las habitaciones sino por un asunto de discriminación.
La prueba está en que una decena de ellos más tarde aceptó rentar cuando, desde otro teléfono o dirección de correo, aseguramos que éramos extranjeros o que lo hacíamos en nombre de alguno que visitaría el país en breve.
Un hecho preocupante al extremo, en tanto los cubanos con residencia permanente en la isla estarían siendo marcados de manera negativa dentro del propio grupo a que pertenecen, y hasta cierto punto con la complicidad de aquellas instituciones del gobierno que “trabajan” para hacer del país una plaza atractiva, cómoda y hasta placentera para los forasteros pero en detrimento del bienestar de la gente nuestra.
Así, se habla de proveer en breve conexión a internet gratis en ómnibus, playas y hoteles frecuentados mayormente por extranjeros mientras ni siquiera en muchas universidades del país o en los hospitales se cuenta con tales servicios.
Otras pruebas de lo que afirmo no es necesario ir a buscarlas demasiado lejos ni requieren de mucho esfuerzo. Basta con el más reciente episodio de lo que sucedió a una cubana en el Hotel Parque Central o el de aquel taxista en Viñales que se negó a montar en su auto a unos cubanos. Ambos constituyen atropellos que fueron publicados en la prensa y en las redes sociales pero que no suscitaron ni un pequeño tuit de reprobación por parte de alguna figura del gobierno.
También servirían los testimonios mucho más frescos de quienes por estas fechas de verano, luego de haber pagado unas costosas vacaciones en algún hotel de Cuba, se han sentido humillados y hasta estafados incluso por los mismos cubanos que forman parte del personal de servicio y administrativo de estas instalaciones de recreo, con frecuencia sonrientes y serviles ante la pesadez y la grosería de cualquier “yuma” pero grises y apáticos frente a la “sangreada” alegría de los suyos.
La misma práctica discriminatoria estaría en las acciones de esos agentes de la policía que, “cumpliendo órdenes de los jefes y superiores”, al ver a un cubano junto a un extranjero, les interrumpen la conversación o el paseo, transformándoles el momento en muy desagradable cuando, sin ningún motivo que no sea el estúpido prejuicio, se les acercan y solo piden el documento de identificación al cubano, mientras se cuidan de no molestar a ese otro que, solo por su condición de “foráneo”, es “sin dudas” una “buena persona”, aunque más tarde llegue a demostrarse que es un traficante o, peor, un violador de menores, de los tantos que pudieran llegar a Cuba a practicar el “turismo sexual”, promovido de modo a veces muy subliminal, a veces muy directo, en las campañas publicitarias de las agencias de viaje.
En tal sentido hoy existen bares y centros nocturnos donde sus dueños y administrativos han instituido reglas cuyo fin discriminatorio es muy similar al de quienes solo rentan a extranjeros.
Lugares donde al cubano no le permiten entrar bajo el pretexto de “no haber capacidades”, aunque delante de sus narices las puertas se abran para que un extranjero pase, ya sea acompañado de su corte de jineteras y jineteros o ya para proveerlo de sus antojos, siempre que se deje ordeñar el bolsillo con mucha “hospitalidad”.
Hay incluso algún que otro espacio de atmósfera mucho más hipócrita que los anteriores, como esa “paladar” bautizada como XY, en las cercanía del Parque Maceo, donde la cerveza cuesta más de 3 dólares y donde, bajo la fachada de la “tolerancia” y la “diversidad” (banderas del arcoíris incluidas), se han establecido áreas reservadas que ocupan la totalidad del local y donde se cobra un “consumo mínimo” exagerado de 40 dólares (en un país donde los salarios mensuales apenas alcanzan los 30) quizás con el fin de asegurarse de que solo extranjeros visiten el lugar y que el cubano solo asista como un “Lazarillo”, ese pícaro tropical que, no importa si callejero o licenciado, por un peso no dudará en hacer lo que le pidan.
La discriminación de los cubanos por los mismos cubanos es un fenómeno que cada día parece ir en aumento, al punto que no es difícil escuchar a los más pequeños responder que desean “ser extranjeros” cuando alguien les pregunta que sueñan ser cuando crezcan.
“Somos cubanos pero no queremos a los cubanos” fue la más terrible respuesta que escuché hace un par de días mientras fingía buscar alquiler. No es una simple frase soltada al azar y ni siquiera está sola en la raíz de un problema aún mayor que no alcanzo a vislumbrar por el momento. Ojalá no sea demasiado tarde para cambiar las cosas.
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