LA HABANA, Cuba. – Nadie en las calles. Ni siquiera en La Rampa al caer la noche los fines de semana. Los semáforos cambian de luces para los autos y transeúntes que no existen. Ni siquiera en los peores momentos del llamado “Período Especial”, en los años 90, La Habana se vio así tan desolada, a pesar de apagones, violencia, escasez extrema y éxodo masivo, de modo que algo más que eso está contribuyendo a la apatía, algo más que la inflación y la inutilidad de los salarios, que el transporte malo y la falta de opciones. Quizás sea que está demasiado cerca el final definitivo de la dictadura y la gente, siempre esperando por el ajeno valiente que les haga el trabajo duro, se mantiene agazapada detrás de las puertas y ventanas.
No puedo definir bien lo que sucede pero es evidente que la gente aguarda por algo que, si no es el fin, al menos es la propia fuga de un lugar donde sobran las señales para hacerlo ya, cuanto antes, a pesar de que últimamente todas son malas noticias: una decena de muertos en el accidente de Chiapas, cubanos desaparecidos en un naufragio frente a las Islas Caimán, protestas en Tapachula y más de 4.000 migrantes irregulares devueltos a la Isla en lo que va de 2023.
Pero aquí, “inside”, parece estar mucho peor y, como en el día a día de una cárcel, solo se escucha de crímenes horrendos, de gente que se pelea en una cola por comida, de castigos por “portarse mal”, de techos que se derrumban y matan, del café que hace tres y cuatro meses que no dan en la bodega pero cuya ausencia no impide que el primer ministro celebre el “Día Internacional del Café” en su cuenta de Instagram, en ese estilo de “broma de mal gusto” que define todo el discurso de la “Continuidad”.
Así fingen que todo está bien a pesar de que es evidente que nunca se estuvo peor que ahora, y que es casi imposible una solución a las crisis acumuladas que no tenga en cuenta la necesidad imperiosa de cambiar el sistema, en tanto el mayor problema nuestro radica en el caos, la mediocridad y la corrupción inherentes a él.
Eso lo saben muy bien por allá arriba, incluso a unos cuantos hasta les pasaría por la cabeza la posibilidad de obrar una “implosión controlada”, pero resulta que la “continuidad” no es un gobierno como tal, ni siquiera un tipo de “administración”, sino más bien una relación de testaferros con quienes en realidad gobiernan y administran, poniéndoles los límites de lo que pueden hacer y lo que no.
Testaferros incluso en el sentido original de la palabra (del latín “testa” y “ferro”, es decir, “cabeza de hierro”), designados para soportar los golpes que inevitablemente vendrían cuando el internet en los teléfonos, sin necesidad de ir a una wifi, terminara de despertar a los que aún permanecían dormidos “por falta de conexión”.
Y la realidad es que, aun con calles desiertas, luces apagadas y conexión tumbada a deshoras por ETECSA, hoy nadie duerme, hoy nadie es ingenuo, y si parece que alguien quedara por ahí aletargado, es solo que finge “hacerse el dormido”.
Quizás en los años 90, a pesar de las posibles similitudes con la crisis actual (apagones, hambre, balseros), las calles nunca estuvieron tan desiertas como ahora por eso mismo, porque la “desconexión” contribuía a la ausencia de certezas sobre lo que en realidad sucedía, como también a mantener vivas las esperanzas de un cambio, de un final, incluso de la posibilidad de construir un “socialismo bueno” a partir de la “rectificación de errores”.
Hoy, la gran diferencia con los años 90, además de la existencia de una alternativa de libertad en el espacio de internet, frente a la realidad opresiva y represiva del sistema, es que certezas y esperanzas se han esfumado o, mejor dicho, se han reducido y concentrado en una sola, que es emigrar incluso si por milagro apareciera alguna señal de mejoría porque ya es evidente que las crisis en Cuba no son un asunto “coyuntural” sino una enfermedad crónica del sistema que, con los años, se torna mucho más grave. Y si el cuerpo muere, los parásitos (la corrupción, el oportunismo, la complicidad) mueren con él porque ya no tendrían de qué alimentarse.
En ese sentido, la muerte del sistema, aunque inevitable y necesaria, será larga, lenta y tan dolorosa como nos las estamos sintiendo todos por más alejados que pretendamos estar de los acontecimientos, y es que con los años, conscientes o no, nos hemos adaptado a parasitar este cuerpo que hoy agoniza, y posiblemente muchos morirán (moriremos) con él para bien de las futuras generaciones que necesitan crecer en un país mejor, sin calles vacías ni multitudes en fuga.
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