LA HABANA, Cuba, enero (173.203.82.38) – En las últimas semanas fueron noticias de primera plana en los principales diarios del mundo, los documentos confidenciales dados a conocer por WikiLeaks. Las reacciones ante esas filtraciones han sido diversas: unos las estiman correctas e invocan la libertad de información, mientras que otros condenan la revelación de esos materiales clasificados de los Estados Unidos.
El conflicto entre la libre emisión del pensamiento y otros principios jurídicos fundamentales no resulta nuevo en los países que viven en democracia. En ese sentido, lo que sucede ahora con las indiscreciones de WikiLeaks constituye una mera repetición de dilemas análogos experimentados con anterioridad.
A aquellos que invocan a ultranza la libertad de información, hay que recordarles que todos coinciden en que por muchos deseos que alguien tenga de gritar ¡fuego!, ello no le da derecho a hacerlo impunemente en un teatro repleto, provocando la muerte de personas en el consiguiente tumulto.
De manera análoga, por muy acendradas que sean las convicciones antisemitas de un sujeto, ellas no lo facultan a expresar públicamente su menosprecio por los judíos. En este caso, el derecho del fanático a expresar libremente sus prejuicios queda opacado por otro: el que tienen los ofendidos a la defensa de su propia imagen.
¿Y qué decir de un caso como el de WikiLeaks? ¿Alguien pretenderá negar que los Estados Unidos, como cualquier otro país, tiene derecho a mantener la reserva de sus comunicaciones diplomáticas? ¿Qué los informes confidenciales de sus enviados al extranjero merecen y tienen la protección de las normas jurídicas?
Por ejemplo, las dudas que desde la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires se expresaron sobre la salud mental de la presidente Cristina Fernández, han ocasionado trastornos a las relaciones externas del gran país norteño. Esa incertidumbre sobre el cerebro de la ejecutiva argentina motivó una nueva manipulación de los profesionales de la oposición a Washington.
Se invocó la no injerencia en los asuntos internos, como si no fuese natural que una duda de esa naturaleza sea esclarecida al máximo. En realidad, la única postura racional fue la expresada por el líder uruguayo José Mujica, que interrogado sobre una de esas indiscreciones, comentó socarronamente: “¡Uy! ¡Si ellos supieran lo que decimos nosotros!”.
Es cierto que el promotor del escándalo, Julián Assange, es australiano, pero también es verdad que los Estados Unidos son el principal aliado de su país y la cabeza indiscutible del mundo libre. Por ello, creo que debió haberlo pensado dos veces antes de satisfacer sus ansias protagónicas publicando cientos de miles de documentos clasificados.
En cualquier caso, por Navidad se supo que el propio Assange, acusado por delitos sexuales, se quejó de la filtración a la prensa de un informe policial sobre sus fechorías. El espectáculo de este alguacil alguacilado me parece un hermoso acto de justicia poética. Sobre sus amargos lamentos solo se me ocurre exclamar: ¡Que se joda!
En el ínterin, no puedo evitar imaginar en qué habrían parado sus aventuras en un país como Cuba, dominado por el totalitarismo. Si a Alan Gross lo han tenido preso en La Habana más de un año solo por repartir unas computadoras y teléfonos, ¿qué no le harían a Assange por divulgar documentos internos del castrismo? Buen tema para que el australiano medite mientras trata de eludir el justo castigo por sus delitos.