LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -El pasado mayo, traté de extractar en un artículo las teorías de Víctor Suvórov, quien afirma que Stalin lo tenía todo listo para atacar a Hitler en el verano de 1941, cuando fue sorprendido por la agresión de éste, lo cual cambió el curso de la historia. Tras publicar mi trabajo, hubo comentarios de todo signo: uno aludía a la ciencia-ficción; en otro, se sugirió la incidencia perniciosa del alzheimer.
Lo que he pretendido es dar a conocer la existencia de ese autor y sus tesis, que difieren de las que exponen los académicos, de manera casi unánime, en Rusia y en otros países. Como no soy académico, no los rebato, aunque reconozco la fuerza de los argumentos de Suvórov. Recordaré ahora algunos otros que no tuve espacio para mencionar en mi anterior trabajo.
En la década de los treinta, los conscriptos soviéticos eran llamados a filas con 21 años; además, no todos eran admitidos, pues la incorporación al ejército era selectiva. En septiembre de 1939, se redujo la edad del reclutamiento a 19, y en algunos casos a 18 años. En esa ocasión no sólo fueron convocados a la vez los varones comprendidos en todas esas edades, sino también los que antes habían sido rechazados. ¡Millones de hombres al mismo tiempo!
De este modo, Stalin creó condiciones óptimas para el verano de 1941. En esa fecha, dispondría de inmediato no sólo de todos los llamados en 1939 (bien entrenados en el curso de dos años), sino también de los que se les sumarían en 1940 y 1941. Esa gigantesca masa humana —algo absurdo y ruinoso si se tienen planes pacíficos— podría iniciar las hostilidades.
¡Qué enredo si la conflagración no comenzaba en el verano de 1941! El servicio militar duraba dos años, y tras licenciar el inmenso llamado de 1939, los enormes recursos empleados en sostenerlo habrían resultado baldíos. Algunos historiadores admiten que Stalin sí se preparaba para atacar, pero en 1942. Suvórov discrepa: Si hubiese tenido esos planes —dice—, el reclutamiento masivo habría sido no en 1939, sino al año siguiente.
Nuestro autor hace otra pregunta capciosa: “¿Por qué Stalin no fusiló al camarada Kudriávtsev?” Se trataba del Jefe de Topografía. Al iniciarse la “Gran Guerra Patria”, las tropas rojas no tenían mapas del teatro de operaciones, pues no estaban preparadas para una guerra defensiva. Esto constituyó un factor decisivo en la debacle de 1941. Pero el general no tenía culpa: conforme a la doctrina militar soviética (“golpear al enemigo en su propio territorio”), los cientos de miles de excelentes cartas elaboradas bajo su mando eran todas de comarcas extranjeras.
Otro atrayente argumento: los millones de guías de conversación en alemán y rumano enviadas a las tropas rusoparlantes, en junio de 1941, y mandadas a destruir tras el ataque hitleriano. Una de sus frases es Nennen Sie die Stadt! (¡Diga qué ciudad es ésta!). Suvórov ironiza que no tiene mucho sentido decírsela a un compatriota en los accesos a Smolensk.
Asimismo, resultan de interés las decisiones del dictador georgiano en el desarrollo de la aviación militar. Desde 1936, los soviéticos contaban con el formidable bombardero TB-7. Volaba a una altura que no podían alcanzar los cazas ni las baterías antiaéreas. En uno de esos aparatos, en el otoño de 1941, viajó a Inglaterra el premier Mólotov, quien con total impunidad sobrevoló la Alemania enemiga.
En vez de organizar la producción masiva de esos inexpugnables aeroplanos (lo que, según especula Suvórov, habría bastado para asegurar la paz), Stalin ordenó el diseño y la posterior fabricación de innumerables cazas, que él mismo describió como “aviones para cielos limpios”. Sus características constructivas (similares a las del B-5N japonés, empleado en Pearl Harbor) estaban concebidas para asestar golpes demoledores a un enemigo desprevenido; es decir, para un ataque sorpresivo.
Nuestro autor cita otras razones: los cientos de miles de paracaidistas entrenados; la concentración de fábricas militares junto a la frontera occidental y no en la profundidad del inmenso país; los draconianos decretos laborales de 1940, que implicaban la movilización general en la economía; la negativa de Stalin y sus sucesores inmediatos a celebrar el 8 de mayo, aniversario de lo que ellos estimaban un triunfo pírrico (fue sólo Brézhnev quien dispuso festejar el Día de la Victoria).
La cita de argumentos podría multiplicarse, pero insisto: No pretendo convencer a nadie. Mi propósito es interesar a los lectores en los libros de Víctor Suvórov.