LA HABANA, Cuba, diciembre (173.203.82.38) – Héctor nació y se crió en Batabanó. Su abuelo y su padre fueron pescadores en otros tiempos, cuando no hacía falta un permiso ni un carné de pesca para hacerse a la mar. Hoy, aunque no tiene permiso ni carné, y a pesar de las prohibiciones, las multas, y el riesgo de perder la mercancía y hasta los avíos de pesca, Héctor no se da por vencido. Hace unos días se arriesgó a practicar la pesca submarina (que es ilegal), y en un abrir y cerrar de ojos capturó tres langostas, siempre en veda para los cubanos de a pié.
Dominando el miedo que le provocaba aquella carga explosiva, regresó a su hogar lo más pronto que pudo, no lo fuera a pescar a él la policía.
Al día siguiente llegaron unos parientes de Cienfuegos, y Héctor le pidió a su esposa Olga que cocinara las langostas. La mujer decidió preparar un aporreado de marisco, y así alcanzaría para todos. En cuanto probó aquello, Omarito, su sobrino de diez años, preguntó:
-Tía, ¿qué comida es esta?
Y para que el muchacho no fuera a meter la pata y contar por ahí lo que había comido, porque podía traerle problemas al marido, respondió:
-Mijo, eso es picadillo de pescado.
Entonces el niño le dijo a su mamá:
-¿Tú ves, mami? Este picadillo sí está bueno. ¿Por qué a ti no te queda así?
Y volviéndose a Olga, le dijo:
-Tía, sírveme más, y dile a mi mamá dónde lo compraste para llevarnos un poco.