LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -Menos de una semana después de la muerte de Alfredo Guevara, fue presentado su último libro, Dialogar, dialogar. En realidad no es un libro de los pocos que escribió Guevara, sino una recopilación hecha por Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano de sus charlas –que no conferencias- entre los años 2005 y 2011 ante estudiantes y profesores universitarios y también incluye la entrevista que le hizo el cantautor Amaury Pérez para el programa televisivo Con dos que se quieran.
De las páginas del libro emerge un intelectual orgánico que trata sinuosamente de conciliar sus posiciones críticas con sus lealtades. Cuando se declara partidario de la desestatización y de “un socialismo libertario y renacentista”, uno se pregunta si no sería pura pose para halagar su vanidad de tipo original e iconoclasta y compensar sus frustraciones.
Producto de sus largos años de amistad con Fidel Castro –ambos tenían 19 años cuando se conocieron en la Universidad de La Habana-, Guevara se sentía autorizado a disentir. Pero esas licencias tuvieron un costo para su realización personal.
Resulta patética la lealtad de Alfredo Guevara a Fidel Castro si se tiene en cuenta todo lo que pudo hacer y no hizo por servir a su revolución. Cuesta creer que el comisario en jefe del cine de la revolución cubana se haya ido feliz de este mundo sin haber dirigido películas o documentales ni escrito una sólida obra teórica.
Sospecho que Alfredo Guevara lamentaría haberle suministrado a Fidel Castro aquellos primeros manuales de marxismo-leninismo de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética, editados en español en Argentina o México, él que sabía bien que no eran más que la simplificada y oportunista versión estalinista del marxismo. Luego, Fidel Castro, testarudo y poco dado a teorizaciones, estuvo demasiado ocupado en hacer su muy particular revolución como para poder acompañar a su amigo Alfredo Guevara en el estudio de Sartre, Gramsci y Althuser.
Guevara, como uno de los principales hacedores de las políticas culturales del castrismo en sus primeras décadas, se vio enfrentado a los estalinistas del viejo Partido Socialista Popular. Si bien nos prohibieron películas de Hollywood, gracias a Guevara los estalinistas no lograron privarnos del buen cine europeo de principios de los años 60 ni lograron imponer el realismo socialista al modo soviético. Poco menos que eso hay que agradecerle. El buen cine cubano de los años 60 se hubiese hecho con o sin Guevara. Más bien se hizo a pesar de él.
Tan libertario como se decía, como comisario jugó un papel muy negativo en los momentos más decisivos de la supresión de la libertad cultural en Cuba.
En Delito por bailar el chachachá, Guillermo Cabrera Infante reflejó magistralmente la actitud del zar del ICAIC, que allá por 1961, gracias a su proximidad al Máximo Líder, decidía con total arrogancia cuál debía ser “la cultura revolucionaria”.
En sus últimos años, Guevara, cuando intentaba justificar sus actos en la época de PM y Lunes de Revolución, lo hizo con una actitud tan soberbia que, lejos de calmar agravios, los exacerbó.
El ICAIC no fue tampoco, como lo pintaba Guevara, una logia libertaria. Más bien constituyó un purgatorio para numerosos creadores que no aceptaron someterse a sus caprichos. En el ICAIC se debatía, es cierto, pero al final siempre se imponían, a las buenas o a las malas, los criterios del comisario en jefe. Basta leer las cartas que cruzó con Tomás Gutiérrez Alea.
Es cierto que Guevara usó sus poderes para refugiar en el ICAIC a algunos descarriados que acogió como protegidos suyos en los peores años del Quinquenio Gris. Por ejemplo, para Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola, creó el Grupo de Experimentación Sonora, para que les sirviese de asilo, reformatorio, academia musical, taller experimental y escuela para cuadros políticos.
Años después, Guevara se jactaría de que al ICAIC, como al Ballet Nacional de Alicia Alonso y a la Casa de las Américas de Haydée Santamaría, no llegaron las UMAP ni la parametración. En realidad, sería más exacto decir que al ICAIC solo pudieron llegar los homosexuales, desviados ideológicos y otros descarriados que gozaron de la simpatía de Guevara. Por los otros, que fueron los más, no movió un dedo ni pronunció palabra alguna.
Son muchos los que dicen horrores del difunto: recuerdan sus rabietas, su prepotencia. Otros prefieren evocar al anciano amable, erudito, sofisticado, abierto al debate, que en sus charlas con los estudiantes –entre los que decía sentirse a gusto- recomendaba “tener cojines y más cojines” para defender los criterios propios, a sabiendas de que no dispondrían de las licencias ni el padrinazgo que él tuvo. Así y todo, eso era bastante entre tanto dirigente bruto, dogmático y gris.