LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -Unos días antes de que Raúl Castro pronunciara su derrotista discurso ante la Asamblea Nacional del Poder Popular, los jóvenes escritores y artistas que integran la oficialista Asociación Hermanos Saíz (AHS) se reunieron en el habanero Pabellón Cuba, para debatir acerca de lo que significa “ser revolucionario en la Cuba de hoy”.
Resultó significativo que, aun sin conocerse la arenga del general-presidente sobre la pérdida de valores en la sociedad cubana, los miembros de la AHS casi lograran un consenso en el sentido de identificar el comportamiento revolucionario con la observancia de un determinado código moral de conducta. Para estos jóvenes creadores, “ser revolucionario” ya no se circunscribe únicamente a la defensa incondicional del castrismo, sino que, ante todo, tiene que ver con una condición humana; una condición que privilegia actitudes como la decencia, la honestidad y el recto actuar.
Claro, lo más gratificante hubiese sido escuchar un lenguaje despojado de sutilezas, que declarara explícitamente la desvinculación entre ser revolucionario y la ética del buen vivir. Sin embargo, era pedirle mucho a la membresía de una organización adscripta a la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), y cuyos afiliados deben mostrar con frecuencia fidelidad al gobierno -real o fingida- con tal de ver materializados sus proyectos artísticos, o recibir alguna que otra prebenda. Esta especie de reacomodo – y no abandono- del concepto “ser revolucionario” debe de haber tranquilizado esa tarde a los presentes en el Pabellón Cuba que se mueven en una órbita cercana a la maquinaria del poder, y que asistieron con la expectativa de apreciar cómo piensa la más joven generación de escritores y artistas. Y entre estos evaluadores figuraron dirigentes de la Federación Estudiantil Universitaria, la propia UJC, blogueros oficialistas, personeros de la cúpula de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, y hasta displicentes muchachones de la Seguridad del Estado.
Tampoco podemos desconocer que el término “revolucionario” ha sido muy recurrente en nuestra historia. Todo aquel que emprendía una acción política o social, y que buscaba granjearse las simpatías de la ciudadanía, no dudaba en reclamar para sí dicho calificativo. Así sucedió en la Colonia y en la República, hasta llegar a su máxima expresión con el advenimiento de Fidel Castro al poder en 1959. En ese contexto es comprensible que a unos jóvenes formados a la sombra del monopolio educativo de un Estado “revolucionario”, no les resulte fácil desprenderse del embrujo de esa condición.
Los que contamos con más edad, y almacenamos otras vivencias, estamos en mejores condiciones para pensar de otra manera. Podríamos afirmar, por ejemplo, que el endiosamiento de la revolución castrista fue el principal detonante de la pérdida de valores que hoy padece nuestra sociedad. Porque no es exacto el menor de los Castro cuando expresa que el deterioro de los valores parte de los tiempos del período especial. Sin obviar que durante ese lapso las malas conductas se multiplicaron, podemos atestiguar que fueron los años 60, cuando ser revolucionario— es decir, simpatizante del castrismo— alcanzó más importancia que exhibir una moral intachable, el momento que marcó el inicio del desplome de nuestra escala de valores.
De todas formas, el hecho de que los jóvenes creadores conciban vías no ideologizadas para encauzar nuestro futuro, incluso antes de que la cantaleta viniese “de arriba”, es una señal inequívoca de que algo está cambiando en la subjetividad de los cubanos.