LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Desde temprano, todos en el barrio comenzaron a engalanarse para asistir a la fastuosa boda de Katrine con un ciudadano español dedicado al negocio de hacer jamones. No eran las nupcias de una joven cualquiera, sino de la aguerrida hija de un alto oficial jubilado del Ministerio del Interior y presidente del Comité de Defensa de la Revolución en el edificio.
“Menos mal que logró enganchar un gallego cincuentón, porque con 34 años ya estaba pasada de edad”, comentaban felices algunas vecinas, antes de partir hacia los festejos, que el novio pagó, en “La Cecilia”, uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad. Además, como detalle de sobremesa, tuvo la cortesía de regalar un puro Cohíba a cada asistente masculino, y mucho ron.
Con vistas a la boda, Julio, un ex pupilo del pintor Pedro Ugando y ex almacenero de La Casa de Las Américas, al que las autoridades toleran su predilección sexual por adolescentes huérfanos, se había encargado de imprimirle algo de refinamiento a la muchacha, vulgar desde la cuna, famosa entre los que la conocen por su frase predilecta: “Mi bollo”.
En realidad, los tortolitos, por el temor a envidias y “revolucionarias” especulaciones, se habían casado a finales del pasado año, pero en sumo silencio. Incluso, compraron y habilitaron una casa para mantener alejada a la novia de la zona.
El secretismo no fue infundado, ya que los inquisidores cederistas califican sin más como jinetera a cualquier mujer que mantenga relaciones íntimas con un extranjero. Sin embargo, Katrine no les encajó en el perfil de simple prostituta, pues se dedicaba a la atención legalizada de inversionistas “de alto interés económico para el gobierno”.
A la boda acudieron varias “compañeras de lucha” hasta de los confines de Escocia. Además de residentes de lo que fuera el Puesto de Mando de Fidel Castro. Todo mezclado, como diría el poeta.
El padre de Katrine no pudo aportar mucho al festín. A pesar de haber pertenecido a las tropas élites encargadas de la defensa del Palacio de La Moneda, durante el gobierno de Allende, en Chile, y de combatir en las tantas guerras impulsadas por los Castro en África y otros lares, al licenciarse, en los 90, no pudo ni siquiera mantener su auto marca Lada, y debió cederlo a la hija. La paradoja es cruda y la vergüenza lo inunda en ocasiones. No por su suerte, dado que es un hombre sencillo, sino por el triste destino que la sociedad castrista ha deparado a sus defensores.
Su caso no es único. Tiempo atrás, Ramón , vecino y antiguo camarada del padre de Katrine, y héroe de las Alturas del Golán, se convirtió en referente bufo para todo el barrio, cuando, al ir a visitar a una hija casada con un noruego, llegó al colmo de telefonear desde esa nación sólo por verificar si en su ausencia se estaba cumpliendo con la guardia del CDR.
Es para destriparse de la risa. Pero lo que sí parece algo muy serio son las razones que hoy impulsan a los hijos de encumbrados funcionarios cubanos a recurrir a formas encubiertas de prostitución, emigración o rejuegos matrimoniales con extranjeros, en su desesperación por escapar bien lejos del nefasto legado de sus progenitores.