CIENFUEGOS, Cuba, enero, 173.203.82.38 -“El que se casa, casa quiere”, me dijo abuela justo después de haber contraído matrimonio. Yo, con apenas veinte años, no tenía bien claro la urgencia de aquella máxima.
Ya luego lo entendería. La convivencia entre generaciones, consecuencia directa de la aguda escasez de viviendas que afecta al país desde hace décadas, es hoy una de las principales causas generadoras de conflictos familiares, y de ellos, el más común es el divorcio.
Sin embargo, cuando Yolanda, mi esposa, me dijo que quería vivir independiente y me pidió que construyese una casa, aun yo no era consciente de lo acertado del pedido. Fue sólo por complacerle, que luego de cinco años de matrimonio, viviendo agregados con mis padres, decidí construir nuestra covacha.
Para cuando di el paso, ya se había desmerengado la Unión Soviética y campeaba de lo lindo el llamado Periodo Especial. Este entorno me presentaba un panorama propicio y hostil a la vez. Propicio, pues era muy fácil hacerse de dinero. La inflación era de tal magnitud que un simple jabón de baño podía venderse en cien pesos. Lo mismo ocurría con otros productos de primera necesidad. Para personas como mi esposa y yo que no tenemos vicios, apretar el cinturón nos resulta posible. Hostil, porque encontrar una libra de puntillas era tarea tan ardua como encontrar una veta de oro en una mina de carbón.
Pero empeño nunca me ha faltado, ni soy hombre que me deprimo ante la adversidad. El dinero lo hice vendiendo un equipo de videocasetera en la astronómica cifra de cinco mil pesos, algo así como dos años de salario promedio de la época. Luego, me daría por jugar al capitalista e invertir en toda suerte de negocios, hasta lograr un capital más o menos suficiente para edificar un cuarto, una cocina y un baño. Todo un palacio, en comparación con la forma en que viven miles de familias cubanas sin hogar propio.
El problema real fue la adquisición de los materiales. Todo hubo que comprarlo por la izquierda. Materiales de uso o reciclados. La arena que pude conseguir estaba contaminada. Las cabillas oxidadas, la madera para el encofrado salió de una casa desahuciada y llena de comején, el cemento era reembolsado, los tubos de hierro estaban sin galvanizar, el albañil era un buscavida improvisado. En fin, todo el proceso constructivo, desde los inicios hasta el final, estuvo signado por la improvisación y el invento. Eso sí, voluntad nunca faltó.
Hace veinte años que di por terminada la obra. Recién comienzo a percibir las consecuencias.
El repello de las paredes se está explotando, la cubierta de placa se filtra, los cables eléctricos se han tostado, los pisos se han cuarteados, el baño tiene salideros, puertas y ventanas con comején. Después, hay quien no cree en la ley de causas y efectos. Aquellos polvos trajeron estos lodos.
Veinte años después, ya no tengo casa; llamarle así sería un eufemismo. Mi hogar ha envejecido tempranamente. Urge someterla a una operación reconstructiva que la salve. Veinte años después me veo caminando en círculos, retornando al punto de partida.