LA HABANA, Cuba, diciembre, 173.203.82.38 -La prisión de máxima severidad de Camagüey (Kilo 8) y la de Alcatraz, en el Estado de California, tienen en común no solo haber albergado a reos muy peligrosos, sino también a fugitivos indomables que burlaron de forma espectacular la seguridad de esas instalaciones.
“La aguja” es el alias de un ex fugitivo camagüeyano, que constituye una referencia obligada para todo el que se interese en la historia de las fugas de las prisiones en Cuba.
Aunque aún no he confirmado los nombres de los prisioneros fugados de la prisión de Kilo 8 en el año 2000, “La aguja” me asegura que fueron los hermanos Diego y Alberto Mora, y Juan Castell. Ellos son la versión criolla de los hermanos John y Clarence Anglin, y Frank Morris, famosos por su también espectacular fuga de Alcatraz, en 1962.
Kilo 8 no está construida sobre una roca en el mar, pero los cientos de toneladas de concreto y cabillas que conforman su cimiento la hacen tan invulnerable a las fugas subterráneas como su hermana de la Bahía de San Francisco.
La humedad en el hormigón hizo parte del milagro en ambas fugas, pero en el caso de Kilo 8 los reos horadaron, con el angular de acero de una litera, no una pared para salir a un pasillo como en Alcatraz, sino el techo de su celda y el de la de arriba, para salir a la azotea. La segunda planta no era utilizada entonces, y estaba sin vigilancia. Esto les permitió a los reos llegar hasta ella sin ser vistos.
Afirma “La Aguja” que en Alcatraz el ruido era disimulado por la melodía de un acordeón en las horas programadas para la música. En Kilo 8 no fue la armonía de un instrumento musical lo que apagó el estrépito que producía el angular al golpear el concreto, sino una protesta generalizada de los reos que exigía mejores condiciones de vida, y que duró una semana.
En ambas cárceles la oscuridad en las celdas les permitió disimular los huecos. Los de Alcatraz pusieron cartones en la pared y los de Kilo 8 pegaron en el techo hojas blancas con goma hecha de arroz. Todas las celdas estaban pintadas de blanco y los carceleros, al recontar, jamás se percataron del camuflaje.
Increíblemente, durante el tiempo que duraron las protestas, los guardias cerraban todas las rejas que daban acceso a las celdas y no hacían rondas de vigilancia. Solo las abrían para los recuentos, el desayuno, el almuerzo, la comida, y cuando llegaba algún funcionario para enterarse de las demandas. Los reos sólo contaban con un periscopio improvisado, hecho de hojas de periódico con un pedacito de espejo en la punta, que sacaban por los balaustres de la reja para mantener vigilado el pasillo y evitar que los sorprendieran.
La fase final de la fuga camagüeyana fue menos complicada que la de Alcatraz y no precisó de impermeables como balsas, sino de sabanas, usadas como cuerdas. Los reos alcanzaron la azotea a través de los huecos abiertos en los techos, bajaron por la escalera que daba acceso a ésta y pasaron los tres cordones de seguridad hasta llegar a la tapia, de seis metros de altura con su alambrada en lo alto, la cual escalaron. Y todo esto sin ser detectados ni por los perros ni por los custodios de las garitas— durante las investigaciones se determinó que se encontraban dormidos.
“La Aguja” termina su historia esclareciéndome que los muchachos de Alcatraz desaparecieron en la bahía sin dejar rastros, y los creyeron muertos. Los de Kilo 8 no corrieron la misma suerte: los atraparon a los quince días, y les dieron una paliza ejemplarizante hasta dejarlos inconscientes. Después los arrastraron por toda la prisión, dejando sus cuerpos una estela de sangre en el piso semejante a la que dejaban los gladiadores muertos cuando los retiraban de la arena.