SONGO-LA MAYA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Aunque fuerte para su edad, Pedro “Cagüairán” Pérez, asistió puntual a su cita con la parca en la mañana del día 19 de septiembre. Como buen cubano, murió con una mueca en el rostro que sus amigos interpretaron como una eterna sonrisa. No obstante, se prepararon con la mayor seriedad para el velorio, que no podría ser en otro lugar que en su casa, a la orilla de la carretera, al lado de la mata de almendras.
A media mañana llegó el camión de Servicios Comunales del municipio, para dejar el cajón de madera en forma de ataúd hecho de pinotea, cubierto con una tela gris y chapas de latón para sujetarlas. Como Cagüairán Pérez, era pequeño de estatura, cupo bien en su nueva casa y los de la funeraria, se fueron contentos de no tener contratiempos.
A la noticia de la muerte, además de vecinos y parientes cercanos, llegó el médico de la familia, quien certificó la defunción por causas naturales. Llamaron a Adela, su hermana más chiquita, que vive aun en Manuel Thames, algunos primos en Guantánamo y, a Cuchi y Cucho, los sobrinos jimaguas que viven por Dos Caminos de San Luis.
Pedrito, el hijo mayor, un hombre de más de cincuenta años, esperó a que llegara su hermano un subdirector de Etecsa, para reunir el dinero y comprar botellas de ron, mientras Pedritín, el nieto preferido de Cagüairán, preparaba el “macho” (cerdo), para asarlo junto a unos amigos, en el patio trasero del caserón de madera.
Mientras tanto, las mujeres descansan de los muchachos que están para la escuela, preparando una gran cazuela de arroz congrí, otra de hayaca (tamal con carne) mientras hervían dos docenas de yucas y un racimo de guineos (plátanos), para que cuando llegara la familia y los amigos, “tengan un bocado”.
Por la tarde, los jóvenes llegaron silenciosos de la escuela, y entraron por la puerta y el estrecho pasillo que dejaba el ataúd ubicado en el medio de la sala, mirando al difunto con aspaviento. Yusnavy la bisnieta, se acercó y le besó la frente al difunto, con mucho cariño y dolor, y siguió para el cuarto. Mientras, sus tíos encendían los candelabros que custodiaban el cadáver.
La noche llegó y también la mañana, sin que pegaran ojo los presentes. Los amigos que pasaban por la carretera y pararon para dar el pésame, tomar café o comerse una hayaca o simplemente conversar sobre el difunto, o el último suceso de la comunidad.
A las 7. 30 de la mañana, los hombres se prepararon. Miraron por última vez a Pedro “Cagüairán” Pérez y cerraron el ataúd mientras alguien decía una oración religiosa. Levantaron la caja, la pusieron en sus hombros y en andas, la llevaron hasta el cementerio.