LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Mirando desde el punto de vista del catastrofismo con que 2012 fue previsto y vivido por muchas personas, hubiese sido apropiado que este libro se hubiera publicado entonces, pero lo cierto es que apareció, o al menos fue editado, en 2009, por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ni hablar de lo terriblemente “apropiado” que hubiera resultado la catástrofe de Chernóbil en 2012. Cuánto milenarista y fanático de catástrofes hubiese sentido recompensadas sus neuróticas esperanzas si el 26 de abril pasado hubiera sido el de 1986, cuando en la central nuclear cercana a la ciudad ucraniana de ese nombre sucedió el peor desastre nuclear —quizás simplemente el peor desastre tecnológico— de la historia, y se produjo una fuga radiactiva enorme y difícilmente controlable. No se sabe exactamente cuántas vidas costó el accidente, y, aunque los responsables terminaron procesados al año siguiente, no fue hasta finales de 2000 que, gracias a la fuerte presión internacional por la evidente falta de seguridad, se clausuró por completo la central nuclear.
Absolut röntgen es un significativo conjunto de cuentos de Abel Fernández-Larrea (La Habana, 1978) que recibió, como proyecto, en 2008, una Beca de Creación del Centro Onelio, y algunos cuentos del conjunto han sido reconocidos en diferentes concursos antes de ser publicados en este libro. Primero que todo hay que decir que no es significativo porque haga honor a la Ostalgie, esa “nostalgia por el Este (europeo)” que no parece tener fuerza en la cultura cubana actual. Significativo creo que sea más bien por la manera en que trata la catástrofe: todo se cuenta tangencialmente, desde lejos. Nada que ver con una documentación de desastres: se habla de vidas simples, de personas relacionadas de alguna manera con el tremendo acontecimiento y sin mayor carga que el hecho “accidental” de que existían.
No hay denuncia explícita de la irresponsabilidad con que fue manejado el desastre por las autoridades —pues de eso ya se ha hablado mucho—, sino que la “denuncia” trata acerca de esas pequeñas vidas que, yendo desde los insectos y las plantas a los seres humanos, habrían de ser el pasto de la hecatombe. El libro habla de las personas, de las mínimas cosas, del material que compone la vida antes de que se descompongan los átomos y surja la radiación que tiende a un nivel incompatible con la vida, con las diferencias y la negación de la entropía que es esencia de la vida humana.
Resulta significativo, por otra parte, que Abel Fernández-Larrea utilice el término röntgen —como también se llama a la unidad electrostática de poder ionizante con relación al aire, más conocida por el nombre del descubridor de los rayos X, Wilhelm Conrad Roentgen, investigador alemán ganador del primer premio Nobel de Física, en 1901— en asociación con Absolut, refiriéndose al conocido vodka. El primero de los diez cuentos que hacen el volumen se llama precisamente “Absolut vodka” y es una historia que pudiéramos llamar dostoievskana en el mejor sentido de la fea palabra (un hospital, dos años después. Un soldado herido en la guerra de Afganistán que no quiere contar su historia y uno que estuvo en la “guerra” para paliar los efectos del accidente. La lluvia radiactiva como lluvia de vodka.). Porque algo encomiable es también la buena asimilación de Dostoievski, Chéjov y hasta Gógol en estas páginas, y no pocas veces se siente la tentación de ver en esta escritura cierto homenaje a la gran literatura rusa.
“Yodo” habla de niños con secuelas de radiactividad que acuden a un balneario en Yalta. “Días de noviembre” narra un romance de dos jóvenes a veinte años de la catástrofe en que la muchacha perdió a sus padres. “Baikonur” es la historia de Kolka, un niño que quiere ser cosmonauta. Su madre trabaja en la central nuclear y su padre ha muerto en la guerra de Afganistán, pero él no lo sabe. En “El hombre que no podía decir adjetivos” el protagonista padece “una idiolalia que lo exceptúa de decir adjetivos” y el cuento prescinde hasta tal punto de los adjetivos que uno juraría al final que no ha encontrado ni uno solo, aunque haya algunos. “En el principio el verbo” cuenta cómo un pope es llamado para controlar una resurrección masiva de difuntos. “La metamorfosis de Yulia” es el insólito relato de una mujer que se queda sola viviendo en una zona devastada por la radiactividad, que poco a poco la va destruyendo a ella. En “La oruga blanca” asistimos a una tragedia entre dos hermanas adolescentes y unos jóvenes soldados enviados a combatir las secuelas del accidente. “Sangre de dinosaurio” trata sobre un niño cuyo padre murió a consecuencia del accidente. En el último cuento, “La mujer de Lot” se habla de un matrimonio que vive cerca de la central: él trabaja allí, su mujer quiere que se vayan a Moscú. El cuento —y con él el libro— termina con la explosión del reactor nuclear.
Al final queda la impresión de una especie de novela fragmentaria (el inicio, además, como muchos buenos inicios de novelas y cuentos, lanza una previsión de lo que se leerá: “Tal como se lo digo, Stepan Stepánovich, nuestra tierra está llena de acontecimientos sorprendentes, por no decir sobrenaturales. Cosas que no se ven en otros sitios, es la verdad”). Si eso fue propósito del autor, no importa. Hay que hablar de las premisas legibles: lo que evidentemente se propuso la obra, no el autor. La obra se propuso llevar a su mínima expresión una catástrofe de raíz física que se escapó de las manos humanas: una catástrofe que entra en uno de los primeros niveles de la mínima expresión de la materia, la descomposición del núcleo atómico.
Y lo que hace Fernández-Larrea es descomponer relaciones humanas, cuerpos humanos incluso, con la fuerza röntgen, sin efectos especiales ni siquiera en la técnica narrativa, pero dejando bien claro que no pretende hacer ecoideología ni nada de eso, aunque pudiera pensarse. De hecho, mi lectura me hace pensar en lo que decía Ernst Jünger cuando hablaba de que “con las catástrofes vemos aflorar a la superficie figuras que muestran estar a la altura de ellas y que las sobrevivirán cuando hayan quedado hace mucho tiempo olvidados los nombres casuales”.
Es notable la distancia que marca este libro de los tópicos usuales de eso que se conoce como la narrativa de los novísimos y de los postnovísimos. Esa distancia está en la ausencia de ansiedad descriptiva, de obsesiones temáticas extremas y de intención testimonial, que no son defectos sino algunas de las características de la ficción cubana de los últimos veinte años, para bien o para mal. Pero este escritor va más allá y aterriza nada menos que en la obsolescencia del mismísimo sujeto cubano en la narrativa cubana actual, aquende y allende los mares. No es que no se haya hecho nunca, sino que sería difícil encontrar un ejemplo más radical, más natural y más elocuente de que la literatura cubana se puede hacer prescindiendo de personajes cubanos sin que por ello deje de relacionarse con Cuba (que tampoco tendría por qué importar).
Lo indudable es que Absolut röntgen es un libro sumamente arriesgado y sobrevive al desafío con total frescura, manejando todos sus ingredientes con mucha eficacia. Detrás de algunas historias se ve el fantasma de la guerra en Afganistán, otro desastre al fondo del desastre nuclear. Aparecen nombres de organizaciones políticas usados con una naturalidad que no da lugar al menor desentono. Incluso esas apariciones al fondo de cualquier trama funciona muy bien para dar cuenta de las ficciones ideológicas, restos de una utopía, que llenaban la atmósfera de esas vidas, pero que al final no tenían un significado concreto: o sí, lo tenían: el sentido de las ficciones ideológicas que no vienen de la realidad pero que tienen un peso espantoso sobre la realidad.
¿Cómo se relaciona con Cuba el desastre de Chernóbil? Sería absurdo negar que un suceso como el de Chernóbil hubiera podido ocurrir en la central nuclear que el gobierno cubano quiso construir en Juraguá, en el caso de que alguna vez hubiera echado a andar. Un régimen que nunca se atreve a revelar el alcance real de epidemias de dengue o de cólera para no revelar su ineficiencia, ¿cuánto no escondería en caso de una catástrofe semejante a aquella? En fin, ese inicio del libro (“… nuestra tierra está llena de acontecimientos sorprendentes, por no decir sobrenaturales. Cosas que no se ven en otros sitios, es la verdad”) puede referirse también a nuestro país.
Acaso no sería superfluo hablar de este primer libro de Fernández-Larrea como una revelación, por sus valores intrínsecos. Sé que el escritor ha seguido escribiendo y ganando otros premios. Esas son buenas noticias, aunque no conozco otras obras del autor. Por el momento, se trata, creo yo, de un libro a tener en cuenta en medio del empobrecido panorama de la narrativa cubana actual.