LA HABANA, Cuba.- En ocasiones cuesta mucho escribir, sobre todo si en el centro de la escritura está el dolor, como esta vez. Desandando la ciudad o enfrentando a la pantalla de luz, estuve pensando en ese dolor sin que consiguiera hilvanar ideas y tonos que explicaran la aparición de ciertos recuerdos que se hacen acompañar por el sufrimiento. Difícil es enfrentar el dolor aunque sepamos que es una de esas emociones fundamentales con la que cuenta la vida. Y quiero escribir ahora sobre el dolor, sobre el suceso que lo provocó esta vez.
Me veo sentado en la primera fila de una sala de teatro, y recuerdo a Juan Carlos Cremata, quien, en una conversación telefónica, unos días antes de marcharse de Cuba, me recomendara que no dejara de ver “Diez Millones”. “Es de lo mejor que he visto”, así me dijo, y yo anuncié a Carlos Celdrán un montón de visitas a su sala de la calle Ayestarán, pero solo asistí a una función que, sin que yo lo supiera, era la última.
Y descubrí una sala colmada de espectadores silenciosos que aguardaban enfrentados a una desolada escenografía, tan gris como el tapizado de los ataúdes para cubanos comunes. Nunca sabré cuántos en aquel público estaban repitiendo la experiencia, pero un silencio expectante me hacía sospechar, supuse que muchos ya sabían a cuanto iban a enfrentarse. Y así entramos en ese ejercicio de memoria al que nos enfrentaron Celdrán y sus actores. “Diez Millones” nos pondría frente a un pasado que había sido sustraído, intencionadamente, de la mirada, pero que él se propuso hacer visible, y que resultara reminiscencia para algunos, luz para los más jóvenes, para los olvidadizos.
Sin dudas, el artista que es Carlos Celdrán, cree en la huella que resulta de la representación, y sabe también que el recuerdo es capaz de parir a la sospecha, a la deducción y al análisis. Carlos volvió a un pasado no tan lejano, provocó el recuerdo relatando un pasado del que no habla el discurso oficial. Él nos mostró un “tesoro” a conservar. Y yo miré pasar uno y mil sucesos que activaron mis recuerdos.
Y recordé, a pesar mis siete años de entonces, la algazara de aquella zafra del setenta y lo que vino después, y a un tío cambiando el eslogan que el discurso oficial repetía insistente. Mi tío ponía el no antes del verbo, decía: “Los diez millones no van”. Según él, aquello no era más que un disparate, uno de los tantos que conocimos luego, como los muchos que se sintieron antes. Según mi madre, él tampoco creyó en aquel delirio del año 1965 que aseguraba que, diez años después, Cuba produciría 30 millones de litros diarios de leche, aquellos litros que no se consiguieron en el 75, y que hoy, pasados cuarenta y dos años, siguen siendo una utopía, un dislate.
Esa locura de leche y azúcar, los discursos exaltados de esos días, me hacen recordar a Francisco de Arango y Parreño, quien aseguró que Cuba podría superar a Haití en la producción de azúcar, que la isla podía, en el lejano 1792, producir la mitad del azúcar que se consumía en el mercado mundial. Pasarían 178 años para repetir aquel delirio tan cercano al de Arango y Parreño. Y esa vez no se lograron los Diez Millones del 70, a pesar de que fueron convocados cientos de miles de cubanos; y aunque vinieran brigadas de “macheteros” desde Noruega, Finlandia, Suecia y Dinamarca.
Y poco pudieron hacer para probar que aquello no era delirio; los vietnamitas, chinos, coreanos y japoneses coetáneos de Toshiro Mifune y de Zatoichi que cambiaron el sable de samurai por el machete mambí, y tampoco sirvió el esfuerzo rumano, ni el de los alemanes que se agruparon en la brigada Ernest Thaelman, ni los rusos de la juventud leninista o los búlgaros seguidores de Dimitrov. Las añoradas diez millones de toneladas no se consiguieron aunque manos europeas, latinoamericanas o asiáticas, usaran el machete para cortar la caña bien abajo.
Mi tío se fue al norte, antes que terminara la zafra, llorando por la separación de la familia, por el país partido en dos, en tres…, pero antes de irse tuvo que trabajar duro en una granja para pagar la osadía de abandonar al gobierno. Luego vendrían las cartas que se leían a escondidas, las fotos que se guardaban en el fondo de los cajones, y llegó la mentira, la añoranza, el olvido. Y de ese olvido habla la obra de Celdrán; debe ser por eso que los espectadores enjugaron sus lágrimas para desempañar la mirada, para mirar cuidadosamente todo lo que la escena estaba proponiendo.
Los espectadores hicieron desaparecer lágrimas para recordar que habían olvidado o que habían simulado el olvido, porque como dijo cierto alemán que no vino a Cuba a cortar caña, el hombre es un animal olvidadizo por necesidad, el hombre tiene esa inhibidora capacidad que vacía la conciencia; y ese vaciamiento resulta beneficioso a los gobiernos, sobre todo a la hora de esconder, de justificar sus derrotas. Lo bueno es que la memoria reaparece y puede ser provocada, como sucedió en esa sala de la calle Ayestarán, gracias al talento de Carlos Celdrán.
Carlos enuncia el hecho, lo pone en la cabeza de sus espectadores, les refresca la memoria con acontecimientos de la vida, con el desperdigamiento de la familia cubana, con la traición a las familias cubanas. El director nos recuerda los dolores que nos asistieron, nos enfrenta a la separación, nos propone poner el ojo sobre la enseñanza y hace mirar esas becas que nos alejaron de nuestros padres, de la casa; esas becas que nos obligaron a enfrentar un mundo desconocido y hasta cruel.
Desde la primera fila del teatro volví a verme con un sombrero y una guataca en medio de una sabana en el centro de la isla y con solo once años, y todo porque a alguien se le ocurrió que debíamos ser fuertes, decididos, trabajadores, que debíamos estudiar por la mañana y trabajar por la tarde, o viceversa, en medio del sol ardiente, aun cuando solo hubiéramos cumplido once años, porque allí, bajo aquel sol ardiente, sacando boniatos a la tierra, se forjaba el hombre nuevo, ese que para ser mejor debía ser separado de la familia, y allí, en medio del rigor, nos enseñaron a mentir.
En eso pensé, y volví a recordar, gracias al empeño de Argos Teatro, los sucesos de la embajada del Perú, y otra vez el Mariel, y recordé a mis vecinos, a la familia Gallardo, de quienes fuimos tan cercanos. Nunca he dejado de recordarlos; aunque desde 1980 habiten otra geografía. Luisita aun me escribe y pregunta por los míos, a pesar de la distancia nos comunicamos, y yo recuerdo aquella noche en que llegaron a mi casa para anunciar la salida. Pronto llegaría un barco hasta el Mariel para llevarlos a los Estados Unidos, y se fueron, pero antes recibieron la furia de un montón de resentidos que lanzaron huevos en la fachada de una casa bien cerrada.
Y luego veríamos con asombro como muchos de los represores se largaron, pero nunca me enteré que en Miami fueran recibidos a huevazo limpio como se merecían. Con muy pocos personajes, Carlos nos recordó una parte dolorosa de la historia nacional, esa que nos habla de nuestros desencuentros, de nuestras indigencias, de las burdas fajazas entre hermanos, y todo ello provocó el llanto, pero se agradeció, porque la historia cubana sigue siendo la misma, y el dolor no es otro.
Y no es curioso que se fuera el pequeño burgués ni tampoco aquella esposa y madre represora. Es curioso que solo quedara el muchacho, ese jovencito que aparece en la piel del actor Daniel Romero, a quien ya conocíamos por su desempeño en “El ojo del canario”, esa película de Fernando Pérez que cuenta sobre la juventud y la adolescencia de José Martí. Y no creo que sea accidental esa coincidencia; quiero pensar que el artista y hombre inteligente que es Carlos Celdrán, no escogió por gusto a ese actor. Yo al menos estuve viendo a Martí en el escenario; un joven Martí que volvía a llorar por las afrentas que la patria soporta. Debe ser por eso que lloré, como muchos de los asistentes, porque Cuba duele, y duele mucho.
Yo aplaudí vehemente, y me gustaría creer que entre esos que aplaudimos no estuviera algunos de los que juntó sus palmas para celebrar la represión y algunos discursos laudatorios y exaltados, ojala ninguna de las manos que se juntaron esa noche para celebrar se ocuparan antes tirando huevos o dando una paliza al inocente. Y si alguno de esos estuvo aplaudiendo aquella noche en el teatro, deseo que sus palmadas y sus lágrimas le permitan expiar sus culpas.