LA HABANA, Cuba.- Felipe se prometió a sí mismo que este iba a ser su año. Ya estaba cansado de las guaguas, después de tantos años de calor, colas, mal olor, carteristas y discusiones, era momento de hacer algo.
Como no podía aspirar a otra cosa, comenzó comprándose una bicicleta. La más sencilla, la más barata. Aunque llegara sudado a todos lados no importaba, ya se había quitado de arriba todo lo descrito en el párrafo anterior. Ahora solo dependía de sí mismo, de su salud y su fuerza.
Pasado un tiempo, pensó de nuevo que ya era momento de mejorar, después de todo –según él- el éxito de un hombre se mide por el medio de transporte en que se mueve. A su debido momento podría aspirar a lo máximo: un Mercedes Benz o un Audi particular, pero para llegar a ese punto debía ir paso a paso.
Como próximo movimiento decidió ponerle un motor a la bicicleta para evitar el pedaleo y el sudor, y para ganar en velocidad. Le vendían uno, con papeles y todo, que había sido de los fumigadores, pero que en el Centro al que pertenecía había sido dado de baja. Cauteloso, le preguntó a varios “caballitos” (policías de tránsito) si ese motor tendría problemas y ante las varias negativas de los oficiales, lo compró.
Una vez puesto en la bicicleta, ésta se convirtió en un “riquimbili”, que es como se llama precisamente a las bicicletas que se tratan de mover con gasolina. Los policías de tránsito lo pararon varias veces y fue que se enteró que hay una unidad de policía especializada en riquimbilis, la que se encuentra en 21 y C, en el Vedado. Se enteró de que para andar sin pedalear debía haber comprado un motor cuyos papeles dijeran expresamente “motor para bicicletas” pues de lo contrario le quitaban el uno, la otra, y de paso le ponían una multa. También se enteró en la misma unidad de policía que sobre él existía una denuncia de alguien de su propia cuadra al que le molestaba el sonido de su medio de transporte cuando llegaba y cuando salía.
De todo cuanto conoció sobre leyes de tránsito, de compras, y de delaciones, lo que más le preocupó fue la denuncia que le formulara el vecino, pues solo estaba comenzando su camino hacia el éxito y por el momento lo único que había logrado en la vida era transportarse sin sudar, sin pelear con nadie, sin ser cartereado ni sentir malos olores ajenos. Su preocupación se fue convirtiendo en horror pues, si ahora con una bicicleta vieja y un motor dado de baja, apestoso y escandaloso, los vecinos por envidia lo denunciaban ante la policía, ¿qué pasaría cuando ya tuviese un Peugeot o cualquier carro de uso? Tal vez estos vecinos eran capaces hasta de contratar a alguien para que lo “desgraciara” de alguna forma: pinchándole las gomas, rayándole la pintura, implicándolo en un accidente. Si lo mandaban a apresar por un riquimbili, cuando tuviera su Audi, lo mandaban a matar.
Felipe determinó que no vale la pena perder la vida por un trabajo en el que pagan muy poco, y se resignó a seguir —como lo había hecho desde que nació— transportándose en el medio que más conoce y que nadie envidia: las guaguas.