LA HABANA, Cuba.- Confieso que le tengo cierta ojeriza al cine cubano de ficción, tan proclive –salvo contadas excepciones– a lugares comunes, estereotipos, mensajes excesivamente crípticos, moralejas implícitas; o lo que resulta quizás peor, a la búsqueda de la aceptación fácil y superficial a través del humor, de la catarsis, o de la mala sátira. No enumeraré ejemplos, que hay en demasía, pero todo el que haya asistido a la cinematografía vernácula de los últimos 15 a 20 años sabe exactamente a qué me refiero. En lo personal, detesto el regodeo en tratar de provocar la risa a costa de nuestras propias desgracias, que se derivan en buena medida en esa perniciosa tendencia de explotar la burla para evadir la reflexión profunda y la responsabilidad colectiva por una realidad que nos asfixia.
Apenas un puñado de filmes en este período salvan la honra, y la mayor parte de ellos no se inscriben propiamente en la ficción, sino en la película documental, como es el caso del magistral e inolvidable Suite Habana (2003), del realizador Fernando Pérez, para citar un ejemplo valedero.
Es por eso que, desde que comenzó este fenómeno cinematográfico llamado Conducta, con la apoteosis de público llenando las salas de cine y la aprobación general de espectadores y crítica, me propuse verla solo después de un proceso de auto extrañamiento y no escribir sobre ella como producto cinematográfico –algo que ya han hecho los críticos y toda una pléyade de diletantes aficionados–, sino desde la percepción de la reacción del público y lo que ello significa.
Justo es reconocer que, frente a este filme, a un cubano le resulta casi imposible poner distancia entre la pantalla y sus emociones. Las imágenes, los diálogos, la trama y las sub-tramas, los escenarios, los conflictos que expone crudamente, son elementos que se combinan para poner ante los ojos del espectador una realidad en la que convivimos y de la cual pasamos de largo, inmersos en los imperativos de una vida cargada de carencias y problemas irresueltos.
El argumento tiene como eje central el drama de un niño cuya madre es alcohólica y adicta a algún fármaco, quien, a la vez que cursa la escuela primaria, trabaja como cuidador de perros de pelea y criador de palomas que vende para ganar dinero para ayudar a su madre. Simultáneamente, mantiene un estrecho vínculo afectivo con su maestra, educadora de larga experiencia y de una inmensa dedicación a la profesión que es la razón esencial de su vida. El niño (Chala), y su maestra (Carmela), son personajes de gran fuerza e intensidad, perfectamente articulados y verosímiles.
Por su parte, las sub-tramas complementan línea argumental, ofreciendo al espectador elementos que refuerzan las situaciones y los perfiles humanos de los personajes. Nada falta y nada sobra en esta conmovedora película, que ha encontrado en el público una acogida sin precedentes. El realizador, Ernesto Daranas, desnuda la marginalidad, la violencia, la corrupción, el desamparo de las capas sociales económicamente más desfavorecidas, la indiferencia de las instituciones y de los funcionarios, los rígidos mecanismos y prejuicios de un sistema no pensado para personas libres, sino para obedientes rebaños.
El escenario, bello pese a su sordidez, es la hermosa ciudad que se cae a pedazos, los rincones que no aparecen en las postales turísticas, los barrios donde viven y vibran las pequeñas personas comunes sin las cuales no reconoceríamos La Habana; todos conviviendo con los vicios –y muchos viviendo de ellos–; esos vicios que el discurso oficial declaró desterrados por la revolución más de cinco décadas atrás.
El guión apunta directamente a muchos de los males de la Cuba actual: la policía corrupta, el presidio político, el absurdo de que un cubano de provincias sea considerado “ilegal” en la capital, la emigración que nos vacía. Pero en cada función se produce una apoteosis de público que aplaude emocionado y de pie en la oscuridad de las salas de proyección cuando el personaje Carmela, la maestra, alude sin tapujos a la cantidad de tiempo que lleva este gobierno en el poder. Por eso Conducta, más que un filme, es un acontecimiento del que no puede dejar de hablarse.
Todo el filme luce magnífico y triste a la vez, con los tonos sepia del abandono y de la decadencia, en la que asoman también, pese a todo, la bondad, el amor, la solidaridad humana, la ternura, la inocencia y la esperanza. Es esa esperanza la que, paradójicamente, nos regala el realizador al terminar la película sin solucionar los conflictos. Daranas no persigue la complacencia de un público facilista, sino que al estremecerlo compromete las conciencias. Quizás eso explica que Conducta no tenga un final cerrado ni abierto, feliz ni trágico. Es como una pelota lanzada desde la pantalla hacia los espectadores, justo para que dejemos de serlo; una manera inteligente y cómplice de recordarnos que todos somos parte del mismo drama, que nos corresponde a todos construir ese final inconcluso. En ese sentido, la película no podría haber llegado en un mejor momento.
Lástima que tanta empatía, tanta complicidad compartida y tantas energías unidas se manifiesten solo en la protección oscura de las salas de cine. Lástima que el recipiente de nuestra proverbial paciencia tenga una profundidad tan grande que no parece existir una gota capaz de rebosarlo.
Lástima, también, que los sectores de la oposición no hayan encontrado una fórmula para capitalizar esa empatía popular y utilizarla creativamente a favor de los cambios democráticos. Por el momento, es de esperarse que esta suerte de plebiscito –proyecciones mediante– se siga produciendo a medida que el estreno de Conducta llegue a todos los rincones del país, pero más allá de todos los valores y del indiscutible éxito de la película, una cosa es cierta: en Cuba tenemos demasiados Chalas, pero muy pocas Carmelas.