LA HABANA, Cuba. -En 1962, mi abuela, que vivía en Lawton, solicitó a la compañía telefónica que le pusieran el teléfono. La anotaron en una lista y le dijeron que debía esperar, pues tenían casos pendientes. Pasó las décadas del 60 y 70 esperando por una respuesta.
Al cabo de 25 años, se apareció alguien de la mencionada compañía (que ya para entonces tenía otro nombre) y preguntó por mi abuela. Al presentarse ésta le preguntaron si todavía deseaba recibir el servicio de teléfono, a lo que ella respondió que sí. Le dijeron que siguiera esperando: el único objeto de esa visita era tachar a los que se habían arrepentido.
Se acabaron los años 80 y durante los 90 los teléfonos públicos desaparecieron o al menos estaban en muy mal estado, por lo que había que recurrir a algún vecino para llamar. En nuestro caso, tocó la casualidad de que en la única casa con teléfono de la cuadra vivía la chismosa del barrio. Ella se sentaba al lado del que estaba llamando y cuando una vecina terminaba de hablar, hacía comentarios diversos. Algunos ejemplos: “¿Cómo es que tú le dices a tu exmarido que te mande aceite y arroz para los muchachos? ¿Tú crees que él es una bodega?” Otras variantes eran preguntar por distintos detalles de la conversación o pedir datos del interlocutor.
Ya en el siglo XXI, a los 40 años de haberlo solicitado, finalmente comenzaron a poner los ansiados aparatos en casas de toda Cuba, fundamentalmente en La Habana. Lo primero que se dijo es que se olvidaran de aquella lista, pues ahora los priorizados serían los trabajadores del Ministerio del Interior, de la salud y del Ejército. Se asignaron cuotas por municipios. Una de las veces, para todo el municipio 10 de Octubre (uno de los más grandes de la capital y que incluye Lawton, Luyanó, la Víbora, etc.), asignaron 100 teléfonos.
A pesar del gran cartel que hay en el Ministerio rector de esta actividad (“En la guerra como en la paz mantendremos las comunicaciones”), en todos los años que hemos tenido paz —aun simulando que estamos en guerra—, las comunicaciones han sido un desastre. Lo único que ha venido a salvar a millones de cubanos es que quitaran la prohibición de que los nacionales posean una línea de celular, y el abaratamiento relativo de este servicio. Tan importante se han hecho los mensajes y timbrazos que ahora ha surgido otro problema.
Recientemente estaba yo en un lugar estatal donde había un teléfono sonando incesantemente. La trabajadora le dijo a su compañera: “Déjalo que suene, que no es ningún pariente ni amigo mío, porque si no, me hubieran timbrado al celular.” Cuando escuché esto, mi mente se iluminó, y entendí por qué cuando llamo a infinidad de tiendas, teatros y todo tipo de lugares de servicio, incluidos hospitales, nadie coge el teléfono. En ocasiones me he trasladado de municipio y al llegar al lugar en cuestión no hay lo que buscaba, no vino a trabajar la persona que fui a ver o sencillamente no hay electricidad y no están trabajando. Son viajes que le llevan a un cubano media jornada que se pudieran evitar con una simple llamada telefónica.
Solo que el que está al lado del aparato, aunque le paguen como telefonista, tiene su celular, y no se siente en la obligación de responder pues ya sabe que no es un amigo ni pariente el que llama, porque si no, de seguro le hubiera timbrado.