LA HABANA, Cuba – No sé por qué hay todavía quienes se ilusionan con los tímidos cambios y no verdaderas reformas que los mandamases verde olivo, duchos en acuñar denominaciones eufemísticas de más de tres o cuatro palabras, bautizaron como “actualización del modelo económico”.
Faltan unos meses para el VII Congreso del Partido Comunista, y el ministro de Economía, Marino Murillo, no explica cómo va la implementación de los Lineamientos Económicos aprobados en el VI Congreso hace cinco años. En lugar de ello, el rollizo ministro se enfrasca en galimatías economicistas para anunciar uno poco creíbles crecimientos del PIB. Pero si en algo Murillo fue claro el pasado mes de julio en la Asamblea Nacional del Poder Popular, fue cuando explicó que no cambiaría la propiedad sobre los medios de producción, sino el modo de administrarlos.
Sin importar cuán desastrosas hayan demostrado ser, el gobierno mantiene la apuesta por la planificación centralizada y las empresas estatales. La experiencia de cincuenta y tantos años nos indica qué podemos esperar: empresas ineficientes y endeudadas, campos llenos de marabú, cosechas que se pudren sin que las recojan por falta de transporte o de envases, centrales azucareros desmantelados y una burocracia corrupta que multiplica los problemas en vez de resolverlos.
Hace casi cinco años, Hugo Pons, el vicepresidente de la Asociación Nacional de Economistas y Contadores, entrevistado por el periodista José Alejandro Rodríguez, luego de explicar que la actualización del modelo económico no podía ser identificada con otras reformas, porque “se haría sin minar las bases del socialismo y de su ideología, sin modificar las relaciones de producción preponderantes”, se apeó con una metáfora encantadora: “Estamos haciendo un bonsái”
Y explicaba: “Es aparentemente pobre e insignificante por su pequeñez, pero expresa una singularidad atrayente, una individualidad muy fuerte. Estamos en un proceso sui géneris, que responde a nuestros orígenes y nuestro destino, a la cultura, historia e identidad de esta nación”.
Así, de creer a Pons, estamos condenados al enanismo y la indigencia eterna. A la filosofía de la subsistencia. A vegetar en el jardín del fracaso perpetuo.
Cuando se caiga de viejo el caguairán y la moringa sea desechada por inservible para cualquier otra cosa que no sea servir de santuario a las santanillas, no podremos tener un árbol nacional. No nos lo merecemos. Y no hay. Los palos del monte fueron convertidos en leña para cocinar. Hasta la siguaraya y el vencedor, que no sirvieron ni para brujerías de poca monta.
Si acaso, podremos tener un arbusto nacional: el marabú. Pero hecho un bonsái. Con sus ramas y raíces recortadas. Que solo sus espinas crezcan, para que nos pinchen las rodillas y nos duelan al postrarnos ante Los Jefes actuales y los que los sucedan. Así expiaremos no haber sabido interpretar correctamente las sabias orientaciones del Máximo Líder y haberle fallado al no haber estado a la altura de sus expectativas –jodedores, gozadores, discrepantes, quejosos e indisciplinados como somos–, por no haber sido lo suficientemente sumisos, por degradarnos y corrompernos, unos a gusto y otros porque no les quedó más remedio. Él, que soñaba con abedules siberianos y al que esta isla y su gente le resultaron demasiado pequeñas para sus planes.