LA HABANA, Cuba. – Entre los pintores más interesantes del surrealismo, a la altura de Salvador Dalí y Joan Miró, destaca el francés Yves Tanguy, un atrevido joven que tras haber servido en la marina mercante y sin ninguna formación académica, pero profundamente impresionado por las obras de Giorgio de Chirico, se aventuró en el mundo de la pintura.
Su empirismo ya le había ganado cierto respeto como dibujante de escenas urbanas, con una clara influencia de Maurice Vlaminck. En 1923 decidió consagrarse por completo al arte y fue André Bréton quien lo introdujo en el grupo surrealista, donde desarrolló un estilo personal, pese a la impronta de Dalí y De Chirico.
De ambos adquirió el gusto por reflejar ambientes oníricos y desolados. Una vez superada la etapa inicial de búsqueda, se concentró en evocar paisajes imaginarios, playas y desiertos a través de su obra. Parco en el uso del color, introvertido y tranquilo, en su obra se mezclan la abstracción moderna y figuraciones truncas, plagadas de formas biomórficas.
Su maravillosa imaginación evitó que sus pinturas se parecieran demasiado a las de sus colegas, aunque algunos especialistas consideran que Tanguy tuvo la suerte que a menudo acompaña a los seres arriesgados. Para los más exigentes era un poco Dalí y otro poco De Chirico, con un toque de Miró; pero lo cierto es que su forma de aplicar el automatismo logró imprimirle un hálito diferente a sus piezas.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial se exilió en Estados Unidos, donde expuso con frecuencia en la galería de su amigo y marchand, Pierre Matisse, hasta el año 1950. Aunque visitó París en varias ocasiones tras finalizar el conflicto bélico, Tanguy decidió radicarse en Norteamérica junto a su esposa, la también artista Kay Sage. Allí vivió hasta su muerte, en 1955.
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