LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -Hace medio siglo que comenzó la notoriedad de una banda inglesa que se convertiría pronto en el mayor fenómeno mundial de la música popular de todos los tiempos. En 1957, John Winston Lennon, con diecisiete años, había fundado The Quarrymen, grupo al que se unieron James Paul McCartney y George Harrison. Eran casi niños todavía, pero estaban obsesionados con el rock and roll —uno entre varios géneros preferidos entonces por la juventud— y esa pasión los impulsó ciegamente hacia adelante. Luego se llamarían Johnny and the Moondogs y The Silver Beetles. No los detuvo la indiferencia inicial, ni los desanimó que un magnate de la industria discográfica dijera que los grupos con guitarras iban a desaparecer. Finalmente se llamaron The Beatles y, en 1962, hace cincuenta años, lograron su primer éxito en Inglaterra con Love me do.
A partir de ahí la historia deviene leyenda. Para ese momento Richard Starkey (Ringo Starr) había completado lo que luego se conocería como The Four Fabs, y el prestigio desde ese arranque fue creciente. Y desbordante. En fin, delirante. Como héroes supremos de esa rítmica gesta que era entonces el rock and roll, pusieron a sus pies primero a Gran Bretaña, luego a Europa, después a Estados Unidos —la cuna del rock and roll— y por último al mundo entero, incluyendo a la Unión Soviética. Incluyendo a Cuba.
Aquí, la música de los Cuatro Fabulosos de Liverpool recibió muy mala acogida por parte de un gobierno en manos de un Fidel Castro cuya música dilecta son las marchas militares, y muy mal fueron tratados los fanáticos que, como en todo el planeta, perseguían la música de aquel milagro de Liverpool y esperaban con ansiedad nunca vista la salida de sus nuevas canciones. Téngase en cuenta que en la URSS y en otros países del bloque socialista llegaron a editar a The Beatles, pero jamás en Cuba.
Y peor trato aún recibieron aquellos que, lo mismo que ocurría también en todo el mundo, pretendían formar un grupo de rock and roll y plantarse frente a otros jóvenes anhelantes de esa música a interpretar sus canciones. La historia en Cuba es conocida y los testimonios abundan. La fiebre del rock and roll se convirtió en una enfermedad muy peligrosa con la que el imperio yanqui quería contagiar a nuestro país y el fantasma del “diversionismo ideológico” comenzó a recorrer el mundo aislado en que vivíamos.
Sin embargo, aquella fiebre hacía creer a los jóvenes solo en el poder liberador de la música y del amor, más allá del atuendo de los pelos crecidos y las drogas de ensueño. Pero los hacía pronunciarse también contra la guerra (Viet Nam ardía entonces a toda hora en los titulares de todos los continentes), y el pacifismo no era en aquellos años una práctica del poder en Cuba, ni siquiera de palabra —como en estos días—, pues había que pegarle fuego al degenerado mundo capitalista para erigir un fulgurante paraíso proletario de sus cenizas. Desde La Habana se organizaban guerrillas en varios continentes y, fracasadas estas, en la siguiente década los cubanos comenzarían a combatir a nivel abiertamente militar en varias guerras africanas. Y a morir sin saber siquiera por qué combatían.
Como siempre cuando reprime algo por lo que siente temor, el gobierno cubano actuó con mano dura contra el rock and roll. Para los rusos no era tan peligroso, por las diferencias culturales y porque en los años
60 el socialismo en la URSS trataba de distanciarse de Stalin, de quien en Cuba se hablaba mejor que en su antiguo imperio y, además, teníamos demasiada cercanía cultural con Estados Unidos, a pesar de las distancias que quisiera marcar Fidel Castro (signado él mismo por una relación de envidia/odio/amor por ese vecino potente).
Pero lo principal era todo el cúmulo de significados que traía el rock and roll y, en fin, la cultura de la que paradójicamente era al mismo tiempo causa y efecto. Libertad del individuo por sobre la masa amorfa, amor sin fronteras, pacifismo renuente y militante, mezcla de ideologías sin geografía y por encima de la historia, resistencia a todo tipo de poder que se opusiera a esos impulsos. Millones de jóvenes en el mundo seducidos por el “flower power” y la armonía universal. ¿Podía haber mayor horror para quien aspiraba al papel de mesías de los pobres del mundo en un escenario de tergiversaciones y con un sanguinario guion?
Pues sí, peor horror resultó ver cómo en las más importantes ciudades del mundo, desde Washington hasta París, cientos de miles de aquellos jóvenes se lanzaron a luchar contra las políticas injustas de sus gobiernos y por mayores libertades, tomando las calles y las universidades, ganando incluso el apoyo de otros sectores sociales. El mayo francés de 1968 estremeció a Europa y al mundo. Y asustó al gobierno cubano tanto, quizás, como ahora lo asusta la Primavera Árabe.
De manera que la “música del enemigo”, pese a que a todo el mundo le gustaba, se ponía muy poco, no se ponía o se ponía “traducida” por algún grupo español sin mayores méritos que padecer también debeatlemanía. Pero lo más increíble es cómo el castrismo se dio cuenta rápidamente del peligro del rock and roll. No hubo que llegar a Revolution (“todos queremos cambiar el mundo, pero cuando hablas de destrucción, ¿no sabes que no puedes contar conmigo?”) para que ese género musical fuera considerado subversivo, incluso con la inocente letra de Love me do (“Ámame, tú sabes que yo te amo, te seré siempre fiel; ámame, por favor”).
Por otra parte, como declarara Lennon años después, The Beatles fueron “los primeros músicos de clase obrera que siguieron siéndolo” y así lo declaraban, y, para colmo, como escribió el crítico Greil Marcus (quien confesó haber experimentado la sensación de un «despertar cultural» al escuchar su música), “las mejores canciones que escribieron añadían dimensiones de experiencia e imaginación a nuestras vidas, revelando nuevos reinos en los que nunca hubiéramos entrado sin su ayuda”.
Se ha hablado mucho sobre los años sesenta y sobre The Beatles, pero es innegable que los testimonios de esa época —riquísima época en todos los sentidos— hablan con énfasis de que la música de los Cuatro Fabulosos de Liverpool significó desde el principio una señal para el cambio social y cultural, y, aun más, se ha señalado con insistencia la muy cercana conexión entre la revolución cultural de los años sesenta y la música de The Beatles.
De cualquier manera, fue la irrupción de un nuevo lenguaje, de un nuevo comportamiento sexual, de una nueva conciencia social en la juventud, de una nueva relación entre padres e hijos, entre hombres y mujeres, entre personas. Creo que un innegable ejemplo del poder de la música que hacían estos cuatro jóvenes ingleses es la reacción de alguien como Bob Dylan, que estaba él mismo revolucionando la música en Estados Unidos y que de pronto, al topar con ellos, se dio cuenta de que estaban haciendo “lo que nadie hacía. Sus acordes eran extravagantes y en sus armonías todo era válido”.
Hay mucho que considerar todavía sobre lo que fue la Nueva Trova cubana, la Canción Protesta internacional y otros meandros, pero la raíz de todo eso tiene mucho que ver con esos cuatro pobres muchachos que se lanzaron a una aventura sin futuro aparente (que luego alguien como Derek Taylor llamó la Gran Aventura). En definitiva, todo cambió a partir de ellos o del momento en que se convirtieron en actores de un nuevo mundo, por coincidencia o por cualquier otro motivo. Hace cincuenta años que empezó a sonar Love me do, que sigue sonando hoy como antes, fresca y limpia, pero la distancia que hay desde esa canción a otras como Strawberry fields, Yesterday o I am the walrus es abismal, a tal punto que ninguna otra banda de rock and roll ha podido hacer un recorrido semejante. Y seguir, de una u otra manera, en la preferencia de millones de personas. No hablemos de ventas ni de modas, por supuesto, que en definitiva no aseguran nada, sino de que, a pesar del tiempo y de las mil maravillas musicales surgidas desde hace cincuenta años, The Beatles siguen significando amor, imaginación y algo inexplicable, indefinible, que se llama popularidad extrema, por encima de las generaciones; algo que cualquier músico desearía para su obra y que ellos lograron, en apariencia, como quien respira, como si hubiera sido absolutamente imposible para ellos otro destino diferente de la locura que le regalaron al mundo.
Cuando ya estaba muerto, John Lennon, inventor de la Gran Aventura, fue reverenciado con una estatua de espejuelos migratorios (ridículamente sustituidos por quién sabe qué ridículos quevedos sacados quién sabe de dónde en la ceremonia más absurda que se pueda concebir) y bendecido por la visita del faraón verdeolivo, que ama a los muertos porque no pueden cambiar de opinión. Gente hubo que aborreció a Lennon entonces. Hay un monstruoso video clip con su canción Imagine, manipulado hasta el delirio. Silvio Rodríguez, como siempre, lo abusa en su injusta y lastimosa y decadente Cita con ángeles.
¿Y qué? Al final resulta que “love love me do” se relaciona profundamente con “quiero hacer el amor, no la guerra”. Los dictadores evaluaron mejor el posible impacto social de esas “simples canciones” que los críticos. Por lo menos demostraron la fuerza de su criterio, la voluntad de que no habría ningún “despertar cultural”, de que para el hombre nuevo no había ninguna posibilidad de “you know I love you”. Cuando la juventud del mundo pedía paz y armonía, el gobierno cubano tenía como estrategia el rojo regalo de la violencia.